Introducción

En el fluir del tiempo, pasó el invierno con sus intensos fríos y sus copiosas lluvias; la Primavera con sus tenaces brisas azotando las recientes caracolas; el Verano, con su hábito febril sobre el paisaje adormecido. Y llega el Otoño, la más perfecta estación del año lagunero, porque en ella la naturaleza se hace equilibrio y serenidad. El bello Otoño de La Laguna comienza en septiembre, que es también el mes en que la ciudad se engalana para sus fiestas mayores. Septiembre es, pues, por antonomasia, el mes de La Laguna, porque es también el mes de su Cristo. Así cuando las campanas y los cohetes vibran en el espacio como heraldos de la festividad inminente, un júbilo ancestral inunda los corazones y cada cual se dispone, directa o indirectamente, a colaborar en el éxito de unas fiestas que año tras año la ciudad dedica a la mayor gloria y honor de su nombre y a la demostración más destacada de la devoción a su Cristo.

Estamos así, nuevamente, en el pórtico de otro septiembre más, que abre la incógnita de sus celebraciones a la curiosidad de propios y extraños. Una febril actividad vuelve a ser despejada para que la superación sea el signo de las fiestas que van a comenzar. El campo se muestra propicio a engalanar a la ciudad con sus presentes y enmarcarla con la más depurada belleza de los paisajes de su vega. La ciudad se acicala, como una gentil dama en víspera de sarao. Acogedora y cordial, La Laguna está siempre dispuesta recibir a sus visitantes. Pero más aún en esta ocasión, siempre fausta, de sus tradicionales fiestas, en que la isla entera acude hacia ella, para renovar los respetos a su vieja prosapia, para admirar entrañablemente su urbano decoro, la arquitectura de sus palacios y viejas casonas, la suntuosa riqueza de sus templos, la belleza de sus plazas, el encanto de sus paseos, el pintoresco atractivo de los parajes de su vega, tan variados y siempre tan sugestivos. La isla volverá en este nuevo 14 de septiembre a La Laguna, como vino siempre, para gozar, es cierto, del brillante espectáculo de una fiesta incomparable, pero también para cumplir gustosamente un deber de visita a la vieja mansión solariega, centro de la cultura y la catolicidad tinerfeña, para recibir el homenaje de su admiración a la ciudad prócer e hincarse de hinojos ante la milagrosa imagen de su Cristo.

El Pregón

Por el llano, sin duda, el cardón y la tabaiba deletreaban el silencio de los atardeceres. Quizás en un rincón perdido algún tarajal; unos madroños trepados, tal vez, en pedregales; ciertas mocaneras que preñarán los vientres de los gánigos. De los gánigos unos dedos finos de mujer cogerán mocanes, un grande y tentador mocán, manzana edénica para el deseo del primer extranjero que acariciara con ternura y amor a esa mujer. 

No hay casi nada en el llano todavía. Puede ser que algunas cabañas orillen las aguas donde el ganado bebe. Y la ciudad va a levantarse, se está levantando, se levanta para beber de esta agua de la laguna. De una laguna mayor que el tercio de la ciudad. Ha sido como siempre, la llamada suave del agua. El agua es canción y sirena que atrae a las ciudades; a esta ciudad no la ha llamado el borbolleo agitado de la serpiente de un rio: la ha embrujado esta pupila brillante de ciclope enterrado en el gran llano, que vigilan, celosas, las montañas. Y la ciudad se acerca al agua del llano, al agua quieta, dormida donde disputan sin voz los juncos y el cañaveral por recoger y guardarse los trinos de los capirotes cuando ponen sus tildes al paisaje. 

No es verdad que las calles de la ciudad están trazadas a cordel. No. Ha sido el llano quien impuso a las calles su ser y su perfil. Y la ciudad, que nació del sortilegio del agua, quebró su flexible adolescencia al final de la calle Real, hoy calle de San Agustín, haciendo una pirueta de femenino capricho, o quebrándose al asomarse a la Plaza del Adelantado por la calle la Carrera, o apretándose la cintura de las transversales, sin querer acertar con una plaza, sin importarle mucho una plaza, porque los señores van a tener jardines dentro de las casas y la gracia de la esquina lagunera es pregón, gaceta, galerada, altavoz del discurrir de los cinco siglos de ciudad.

Pero las nubes no han olvidado la amargura de esta inmensa lágrima que se tragó el llano y bebió la ciudad. Unas nubes redondas, enormes, negras a veces y otras desflacadas, rastreras, insistentes, asoman desde las estribaciones de San Diego para jugar a las esquinas con el barbado ejército que arranca desde Las Mercedes y sale al encuentro del escuadrón que se atrinchera en San Roque. Tenaces nubarrones que son los milanos agoreros de un agua sumergida. Milanos que el alisio y el sol dispersan para el milagro que ha transformado el limo en vega, la piedra en tapia, el agua en limonero, en álamo, en rosa. La ternura de la laguna endénica ha devenido en vergel encantado, en deliciosa vega.

No hay posibilidad (quienes me escuchan lo saben) de pronunciar ni una sola palabra nueva sobre la ciudad de La Laguna. Se ha rezado en su honor las excelencias de poéticos rosarios líricos. La tradición, que es el quehacer de las generaciones, ha tejido la ceremonia de un tópico ritual, que es la luz del trono a la que rebullen las asustadas alas de un pregón de fiestas.

A lo largo del extraordinario siglo XVI, con las dimensiones del imperio español, crece y aumenta el caserío de La Laguna. Las modestas cons-trucciones de paja, que se incendiaban rápidamente, se sustituyeron por las de piedra mampuestas. A finales de ese mismo siglo, el ingeniero italiano Leonardo Torriani ya nos deja el clásico plano de La Laguna: el casco es el mismo de nuestros días, y, junto al núcleo primitivo, el agua quieta del enorme lago, a cuyas orillas, apiñada y graciosa, asoma sus casillas la Villa Vieja, la todavía popular y simpática Villa de Arriba, donde está la gente que siembra, que trabaja y que canta. 

La naciente ciudad tiene en el siglo XVI el signo inquieto, dinámico, de combativa cimera que tienen los tiempos del emperador Carlos V, los tiempos de la novela caballeresca, de los hombres del soneto petrarquista en el alma y la espada en la mano, de las santas y santos andariegos; los tiempos del maravilloso frenesí de la acción y el viaje, del camino y la canción, del subir Cuzco, llegar a Chiloé, o disparar la saeta del alma por los inefables parajes de su noche oscura. 

Y La Laguna lanza fuera de sí misma a sus mejores hijos para enquistarlos en altas empresas que rebasaban las aguas del tranquilo y sereno lago, las onduladas cresterías de sus cumbres. En el primer tercio del siglo XVI, La Laguna da su santo al Brasil; en el último tercio del mismo siglo, el poeta que crea el símbolo isleño, el médico heroico en una esforzada ancianidad sevillana. El santo, el taumaturgo, nació el mismo año que Alonso de Ercilla, el cantor y conquistador de Chile, gran caballero de la octava real y de la piedad con los indios: una inmensa caridad con los indios brasileños movió el encendido corazón de José de Anchieta, el cantor apasionado de la Virgen María. Para el santo; yo quería la confirmación de su santidad, yo quería saberlo en el quinto círculo del Areopagita, en el de las virtudes, que correspondería a Marte astro, donde están los mártires de la fe. Un sitio allí para nuestro José de. Anchieta, sobre cuya figurita menuda de adolescente cayó el mismo sol que nos alumbra en la Plaza de Abajo, la encopetada en la Villa señorial. Para el poeta, para Antonio de Viana, que vio con sus apasionados ojos de creador el encuentro de la tierra virgen, simbolizada en la princesa indígena, con la simiente civilizadora española, representada en el gallardo Castillo; para este mozo lagunero que vio el encuentro ahí, en la fuente de Las Negras, en las estribaciones de San Roque donde todavía, al atardecer, entre susurros de agua y armonías de isas cantan mujeres de la vega mientras lavan sus ropas; para el querría yo en la vega una fuente de mármol que un artista con gusto levantara. Una fuente para que el agua corra. El agua donde podría mirarse, en mármol, la pareja de Dácil y Castillo y una leyenda que perpetuara el nombre del autor del gran símbolo espiritual de Tenerife. 

Todavía en los primeros años del siglo XVII el cielo lagunero hace levantar el ensueño de lejanía al futuro almirante Guillén, el de las grandes correrías marítimas, el alcalde y capitán de Manila que conquistó Joló, no conoció tregua en Mindanao y tuvo en un puño a los holandeses en las Malvinas. La Laguna, pequeña y perdida entre las paredes que almenan su recinto, lanzaba sus hijos a la empresa, a la acción y a la aventura, y universalizaba su destino al común quehacer hispánico. 

Cuando el sol que resbalaba sobre las bardas del poderío de los Austrias, con tan apretada melancolía señalado por Miguel de Cervantes, comenzaba a declinar, la Nación se hace cada vez más sedentaria: son los tiempos de la embriagadez senealógica al doblar la segunda mitad del XVII, los brumosos tiempos de la poesía de las ruinas, de la caducidad de las rosas; de los tiempos de las graves epístolas poéticas que ponen sordina a las livideces de Recroy. La Laguna da también sus hombres sedentarios; se enrosca y se ensimisma en su llanura, en los muros de las montañas, que no incitan ya la lejanía, sino a la vida interior; no al camino sino a la posada. Aparece el nombre del primer ensimismado, del primer embriagado por el dato, por el linaje y humo de casta: don Juan Nuñez de la Peña y al final del siglo el de un escultor-pintor: Rodríguez de La Oliva. Pero como si de él volcán de la humana pasión quisiera alborotar la serenidad de la ciudad dormida, a la mitad del mismo siglo, un día de primavera cortan en la Plaza Abajo la cabeza de un noble caballero que había atrevido a hurtar al Señor una esposa, iCómo temblarían las aguas que aun había en el lago, como se erizarían las calles, las plazas cuando don Jerónimo Grimón raptó a la monja sor Úrsula de San Pedro y cuando la cabeza del noble pendía, sin tallo, amarga negrura y podredumbre, velo para los ojos que encendió la pasión, para los labios que tanto habían besado!. 

Al correr de estos dos siglos de existencia de la ciudad ha ido afirmando su ser de capital. Capital tiene que ver con cabeza, gobierno, jefatura, pero en España nobleza ha obligado siempre. Ser noble supone ser mejor. Cuesta mucho mantener la excelencia y hay que ganarla día a día. Atraviesa la ciudad un tormentoso fin de siglo XVII y festeja el advenimiento de los Borbones, cuyo centralismo pondrá riesgos graves en lejanías de ultramar. Pero La Laguna se incorpora a las corrientes del siglo de las luces y tiene sus caballeros enciclopedistas que beben los vientos por el pensamiento francés, comentan las "bondades" del caballero Voltaire y han leído de corrido el "Discurso preliminar" de Monsieur Dalembert. Aun hay hombres que dar a la Corte, que incorporar a la vida española: ahora va a la secretaria del Rey don Antonio Polier y Sopranis, primer marqués de Bajamar. 

En la casa de Nava se dan cita los ingentes más esclarecidos de Tenerife, porque La Laguna está vigente aun como capital y tiene la suerte de reunir en las mismas personas la aristocracia de la sangre, del talento y del dinero. El esclarecido marqués de Villanueva del Prado es el Mecenas de la Historia de las Islas y su tertulia discute tanto de humanidades, como de auroras boreales, y filosofía en los jardines y acoge a los viajeros de todas las tierras que se acercan a la ciudad para admirar tanto la riqueza de plata que hay en los templos como la instrucción que poseen los finos señores de La Laguna. Y si hospitalarios son los Nava, también los Guerra: don Felipe y el simpático don Fernando, a quien se le adivina el retozo de una risa taimada en la letra menuda de su epistolario. Y todavía la tertulia científica de don Domingo Saviñón con el jardín que dio nombre a la calle, a la de don Luis Román, en la de San Agustín, y la de Bartolomé Benítez de Lugo, donde se hacía tan buena música. 

Vientos recios y atormentados los que agita Napoleón a principios del siglo XIX. Gentes de todas clases se alistan para matar franceses en la Guerra de la Independencia. El mismo don Alonso de Nava llevará a su hijo Antonio de Nava a la península. La Laguna terminará por ensimismar-me para morder la cola de un pasado esplendoroso. Ciudad fernandina hasta el extremo absolutista, acaso apretada por sus hijos los Bencomo, por el confesor de Fernando VII, don Cristóbal, cuyo absolutismo atacaba los nervios liberales del combativo pecho de Ruíz de Padrón, aquel sacerdote gomero a quien debe Santa Cruz de Tenerife la capitalidad de Tenerife y de las islas. 

Se ha hundido ya el Imperio colonial: no queda más que Filipinas y Cuba, la perla, que cerrarán las tapas de la tumba al morir aquel siglo que "vencido, sin gloria se alejaba", según lloraba el hondo verso de Antonio Machado. Los resplandores de las guerras civiles llegaban a la ciudad, ya sin vigencia oficial, ya vieja señora sin mando ni vida activa. 

Más la huella de una vida ejemplar y eficaz marca un estilo y un carácter. Hay miedo en mi voz al derramarse sobre tanto nombre lagunero del siglo XIX que dio lustre a los antiguos blasones y alcanzo la vida espiritual, que jamás ha perdido La Laguna, porque cuando se posee, podrá perderse el mando o la riqueza, pero el espíritu, si se tiene, no se pierde jamás. 

Don Manuel de Ossuna Saviñón, el científico progresista de la primera mitad del siglo; Domingo Bello Espinosa, el gran naturalista y viajero; Verdugo Massieu, el político y poeta, gentil hombre de cámara, que se enamoró y se atrevió a casarse con la espléndida Gertrudes Gómez de Avellaneda, una criatura de susto; el fino músico Domínguez Guillén, malogrado por la tuberculosis, como era rito en las generaciones románticas, viajero admirado en Italia; el pintor Lorenzo Bello, hermano de don Domingo; la delicada poetisa Fernanda Siliato, muerta en plena juventud, todos adornaron los tiempos del romanticismo en La Laguna. A las generaciones de la segunda mitad del siglo XIX pertenecen Mateo Alonso del Castillo; el esclarecido prosista Francisco María Pinto (padre de la escritora Mercedes), una de las cabezas más ponderadas de su tiempo, y el inolvidable cronista de la ciudad, de venerada memoria, don José Rodríguez Moure. Y luego los poetas u escritores realistas y los primeros jóvenes del modernismo: Patricio y Guillermo Perera en su casa de la bulliciosa plaza del Dr. Olivera y más tarde Hernández Amador y el pobre Rafael Arocha, ambos de la misma edad. Y ese incomparable hijo de la Villa de Abajo, un "joven turco" de los tiempos y hoy escritor: Leoncio Rodríguez; el malogrado Lázaro Sánchez Pinto; el elegante orador fino prosista y autor teatral, Domingo Cabrera Cruz; el excelente periodista Víctor Zurita; aquel airón centelleante que se llamó Joaquín Estrada. Lindando ya en las riberas de nuestro siglo, en las que me detengo, el valioso Pedro Pinto de la Rosa y el sin par "Nijota"... ¿Cuántos laguneros ilustres no habré olvidado todavía? Nimbados de santidad, esclarecidos por la gloria militar, políticos, poetas, prosistas, historiadores, arquitectos, pintores, músicos: ellos son la nobleza y el blasón de la ciudad, porque la han justificado con la gloria de sus méritos y la ejecutoria de sus servicios. 

Yo he preferido desempolvar los nombres de unas criaturas que tuvieron vida, porque del pasado me interesa entresacar la enseñanza del presente y el paradigma que informa la conducta de las generaciones vivas. El dato muerto, la ficha, el documento que no cante el latido del alma oculto en el inerte material no me ha interesado jamás. Si el museo del arte o de la historia no entraña una vibración de vida para estremecer a otra vida actualizada, el museo no sirve. 

La Laguna alcanza su plenitud espiritual cuando pone en tensión de primavera la solemnidad de su Semana Mayor; cuando desgrana plenitudes de espiga en la gran fiesta de la Romería de San Benito Abad; en la fragante finura de su fiesta del Corpus y en el compendio cimero de sus jor-nadas de septiembre, cuando las vides se disponen a encender los toneles. La ciudad se esfuerza en la nota popular y colorista de la cabalgata, la vibración espiritual y culta en la solemne fiesta del Ateneo, a quien ella debe tantos días de gloria en esta primera mitad de siglo, muy en especial bajo la presidencia de Domingo Cabrera: latenta acertar cuando organiza exposiciones, veladas sacras, festivales deportivos, espectáculos de gran público que convergen todos en la máxima ofrenda: la tradicional entrada del Cristo, organizada para ese niño grande que es la multitud, que encoge la respiración como un gorrión apretado por la manecita de un niño cuando el ensordecedor crepitar de los fuegos pone remerosa lucha vista y oído la noche del 14 de septiembre. 

Hay un rebullir conmovido en las almas cuando pasa el Señor por las calles laguneras. Tiene nuestro Cristo, concebido por un alma del gótico florido español, todas las elegancias de un cuerpo, que es la mejor hornacina que yo he visto para representar la materia que alojo la Divina Alma. Fino, delgado, porta una lividez irreal de aceituna, que la delicada cruz de plata aviva y la espiral salomónica de la enredada pasionaria re-mata y acentúa. Siempre he pensado que más que el cincel del escultor lo que ha adelgazado, lo que ha ennegrecido la divina faz donde la serena amargura hizo su nido, ha sido ese continuado rio de cinco siglos de miradas sobre él, de lágrimas, de angustias, de dudas, de esperanzas... 

Ninguna palabra nueva es posible pronunciar para esta amada ciudad de La Laguna, La Laguna de mi soledad. Este año ha querido el digno alcalde, don Lupicinio Árvelo, que fuera mí voz la que hiciera el pregón de las fiestas de septiembre: quizás el alcalde no ha acertado de esta vez y yo no he logrado hacer el pregón que La Laguna necesite. La única novedad que tiene es que lo hace la voz de una mujer. Para que una voz haga pregón y homenaje a una ciudad precisa haberla vivido. Vivir es convivir, es juntar amor y sufrimiento, alegría y llanto; cordialidad y ceño adusto. Yo he vivido en La Laguna horas jocundas de infantil alegría en un pisar menudo por la Villa Arriba o por los claustros inolvidables del Instituto. Ha encantado mi juventud la rotunda fragancia de su vega, el argentino tintineo de los álamos de la Fuente de Cañizares, la armonía de los capirotes del Camino de San Diego. La Laguna: fragancia, color, sutileza, ensueño, lluvia pertinaz, silbido del viento, nubes bajas. Silencio. Agonía. Soledad.  Extraiddo del archiro documental de Julio Torres Santos