Significado del Tiempo Pascual

La Pascua es la más antigua y la más grande de las fiestas cristianas; más importante incluso que Navidad. Su celebración en la vigilia pascual constituye el corazón del año litúrgico. Dicha celebración, precedida por los 40 días de Cuaresma, se prolonga a lo largo de todo el período de 50 días que llamamos tiempo pascual. Esta es la gran época de gozo, que culmina en la fiesta de Pentecostés, que completa nuestras celebraciones pascuales, lo mismo que la primera fiesta de Pentecostés fue la culminación y plenitud de la obra redentora de Cristo.

El calendario romano general proporciona una clave para la comprensión de esta época en su sección sobre el tiempo pascual.

Los 50 días que van desde el domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés han de ser celebrados con alegría y exultación, como si se tratara de un solo y único día festivo; más aun, como un gran domingo. Estos son los días en los que principalmente se canta el Aleluya (22).

Es una descripción muy significativa. Demuestra claramente que hoy la Iglesia interpreta la Pascua y sus resultados exactamente en el mismo sentido que lo hacía la Iglesia de la antigüedad. En esta interpretación de la Pascua, el nuevo calendario es todavía más tradicional que el anterior. Explicaremos por qué.

Antes de la reforma del calendario y del misal, el tiempo de pascua era presentado como apéndice de la pascua más que como parte intrínseca de la misma celebración pascual y su continuación durante todo el período de cuarenta días. Los domingos que seguían se llamaban domingos después de pascua, y no domingos de Pascua, como se los designa actualmente. Era realmente un tiempo de carácter jubiloso y festivo; pero no se lo podría definir como una celebración ininterrumpida del día mismo de Pascua.

Este período pertenece a la parte más antigua del año litúrgico, que, en su forma primitiva (siglo III), constaba simplemente del domingo, el triduo pascual y los 50 días que seguían al domingo de Pascua, llamados entonces Pentecostés o Santo Pentecostés. El nombre no se refería, como ahora, a un día concreto, sino a todo el período.

Pentecostés era una larga y gozosa celebración de la fiesta de pascua. Todo el período era como un domingo, y para la Iglesia primitiva el domingo era sencillamente la pascua semanal. Los 50 días se consideraban como un solo día, e incluso se los designaba con el nombre de "el gran domingo" (magna dominica). Cada día tenía las características de un domingo; se excluía el ayuno, estaba prohibido arrodillarse: los fieles oraban de pie como signo de la Resurrección, y se cantaba repetidamente el Aleluya, como en pascua.

En cierta manera hemos de recuperar el espíritu del antiguo Pentecostés y el sentido de celebración, que no se conforma con un día, ni siquiera con una octava, para celebrar la Pascua, sino que requiere todo un período de tiempo. Hemos de verlo como un todo unificado que, partiendo del domingo de Pascua, se extiende hasta la vigilia del quincuagésimo día; una época que San Atanasio designa como la más gozosa (laetissimum spatium).

Celebrar la Resurrección

El misterio de la Resurrección recorre todo este tiempo. Se lo contempla bajo todos sus aspectos durante los 50 días. La buena nueva de la salvación es la causa del regocijo de la Iglesia. La Resurrección se presenta a la vez como acontecimiento y como realidad omnipresente, como misterio salvador que actúa constantemente en la Iglesia. Así se deduce claramente del estudio de la liturgia pascual. Comenzando el domingo de Pascua y su octava, advertimos que los evangelios de cada día nos relatan las varias manifestaciones del Señor resucitado a sus discípulos: a María Magdalena y a las otras mujeres, a los dos discípulos que iban camino de Emaús, a los once apóstoles sentados a la mesa, en el lago de Tiberíades, a todos los apóstoles, incluido Tomás. Estas manifestaciones visibles del Señor, tal como las registran los cuatro evangelistas, pueden considerarse el tema mayor de la liturgia de la palabra. Así es ciertamente en la octava, en la que cada día se nos presenta el acontecimiento de pascua bajo una luz nueva.

Después de la octava, no se pierde de vista la Resurrección, sino que se la contempla desde una perspectiva diferente. Ahora se destaca sobre todo la presencia activa en la Iglesia de Cristo glorificado. Se lo contempla como el buen pastor que desde el cielo apacienta a su rebaño, o como el camino que lleva al Padre, o bien como la fuente del Espíritu y el que da el pan de vida, o como la vid de la cual obtienen la vida y el sustento los sarmientos.

Considerada, pues, como acontecimiento histórico y como misterio que afecta a nuestra vida aquí y ahora, la resurrección es el foco de toda la liturgia pascual. Es éste el tiempo de la Resurrección y, por tanto, de la nueva vida y la esperanza.

Y como este misterio es realmente una buena nueva para el mundo, es preciso atestiguarlo y proclamarlo. Los evangelios nos presentan el testimonio apostólico y exigen de nosotros la respuesta de la fe. También hay otros escritos del Nuevo Testamento, como los Hechos de los Apóstoles, que han consignado. para nosotros el testimonio que los discípulos dieron de la Resurrección del Señor Jesús.

Participar de la Resurrección

Durante el tiempo de pascua no celebramos sólo la Resurrección de Cristo, la cabeza, sino también la de sus miembros, que comparten su misterio. Por eso el bautismo tiene tan gran relieve en la liturgia. Por la fe y el bautismo somos introducidos en el misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección del Señor. La exhortación de san Pablo que se lee en la vigilia pascual resuena a lo largo de toda esta época:

Los que por el bautismo fuimos incorporados a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva (Rom 6,3-11).

No basta con recordar el misterio, debemos mostrarlo también con nuestras vidas. Resucitados con Cristo, nuestras vidas han de manifestar el cambio que ha tenido lugar. Debemos buscar "las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios" (Col 3,1). Esto significa compartir la libertad de los hijos de Dios en Jesucristo.

Misterio de Redención

La conmemoración litúrgica de la Resurrección está en el corazón del tiempo pascual. Sin embargo, ésta no agota todo el contenido de este período. Pertenecen también a este tiempo los gloriosos misterios de la Ascensión y Pentecostés. Sin ellos, la celebración del misterio pascual quedaría incompleta.

Parece ser que en los primeros tiempos cristianos, antes de que el año litúrgico comenzara a adquirir forma en el siglo IV, la Ascensión y Pentecostés no se celebraban como fiestas aparte. Pero estaban incluidas en la comprensión global de la pascua que tenía la Iglesia entonces. Se conmemoraban implícitamente dentro de los cincuenta días y eran tratadas como partes integrantes de la solemnidad pascual. Por eso no es extraño que se refiriesen a todo el período pascual como "la solemnidad del Espíritu".

El padre Robert Cabié, en un estudio exhaustivo de Pentecostés en los primeros siglos, observa que la Iglesia primitiva, en su celebración de lo que ahora llamamos tiempo pascual, conmemoraba todo el misterio de la Redención. Esto incluía la Resurrección, las manifestaciones del Señor resucitado, su ascensión a los cielos, la venida del Espíritu Santo, la presencia de Cristo en su Iglesia y la expectación de su vuelta gloriosa.

A la luz de lo que sabemos de la cristiandad primitiva, el período de Pentecostés celebraba el misterio cristiano en su totalidad, de la misma forma que el domingo, día del Señor, celebraba todo el misterio pascual. El domingo semanal y el "gran domingo" introducen ambos al Cuerpo de Cristo en la gloria adquirida por la cabeza.

La experiencia de la Iglesia primitiva puede enriquecer nuestra comprensión del tiempo pascual. La conciencia viva de la presencia de Cristo en su Iglesia era parte importante de esta expresión. Dicha presencia continúa poniéndose de relieve en la liturgia y se simboliza en el cirio pascual que permanece en el presbiterio. Los Hechos de los Apóstoles nos recuerdan los 40 días que median entre Pascua y la Ascensión como el tiempo en que el Señor resucitado está con sus discípulos. Como en tiempos pasados, la Iglesia conmemora hoy esta presencia histórica, al mismo tiempo que celebra la presencia de Cristo aquí y ahora en el misterio de la liturgia. Durante el tiempo pascual, la Iglesia, esposa de Cristo, se alegra por haberse reunido de nuevo con su esposo (Lc 5,34-35).

Celebraciones durante el tiempo pascual

La octava de Pascua

Los ocho días siguientes al domingo de Pascua, durante la misa diaria, se utilizan las oraciones de la liturgia pascual para hacer resonar con fuerza la importancia de la Resurrección; esta es la octava de Pascua.

Con el Domingo de Resurrección comienza los cincuenta días del tiempo pascual que concluye en Pentecostés. La Octava de Pascua se trata de la primera semana de la Cincuentena; se considera como si fuera un solo día, es decir, el júbilo del Domingo de Pascua se prolonga ocho días seguidos.

Las lecturas evangélicas se centran en los relatos de las apariciones del Resucitado, la experiencia que los apóstoles tuvieron de Cristo Resucitado y que nos transmiten fielmente. En la primera lectura iremos leyendo de modo continuo las páginas de los Hechos de los Apóstoles.

La Ascensión

Cuarenta días después de Pascua llega la Ascensión. Es el último encuentro de Jesús con sus discípulos antes de su Resurrección y el fin de su presencia física en la tierra. Esta fiesta se celebra con solemnidad. 

Esta solemnidad ha sido trasladada al domingo 7º de Pascua desde su día originario, el jueves de la 6º semana de Pascua, cuando se cumplen los cuarenta días después de la resurrección, conforme al relato de san Lucas en su Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles; pero sigue conservando el simbolismo de la cuarentena: como el Pueblo de Dios anduvo cuarenta días en su Éxodo del desierto hasta llegar a la tierra prometida, así Jesús cumple su Exodo pascual en cuarenta días de apariciones y enseñanzas hasta ir al Padre. La Ascensión es un momento más del único misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo, y expresa sobre todo la dimensión de exaltación y glorificación de la naturaleza humana de Jesús como contrapunto a la humillación padecida en la pasión, muerte y sepultura.

Al contemplar la ascensión de su Señor a la gloria del Padre, los discípulos quedaron asombrados, porque no entendían las Escrituras antes del don del Espíritu, y miraban hacia lo alto. Intervienen dos hombres vestidos de blanco, es una teofanía, la misma de los dos hombres que Lucas describe en el sepulcro (24,4). En ellos la Iglesia Madre judeo-cristiana veía acertadamente la forma simbólica de la divina presencia del Padre, que son Cristo y el Espíritu. Las palabras de los dos hombres son fundamentales: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse (Hechos 1,11). En un exceso de amor semejante al que le llevó al sacrificio, el Señor volverá para tomar a los suyos y para estar con ellos para siempre; y se mostrará como imagen perfecta de Dios, como icono transformante por obra del Espíritu, para volvernos semejantes a él, para contemplarlo tal como él es (1 Juan 3,1-12). Contemplando en la liturgia el icono del Señor - sobre todo en la Eucaristía - intuimos el rostro de Dios tal como es y como lo veremos eternamente. Y lo invocamos para que venga ahora y siempre.

En el relato de este misterio según el Evangelio de san Mateo (28,19-20), el Señor envía a los discípulos a proclamar y a realizar la salvación, según el triple ministerio de la Iglesia: pastoral, litúrgico y magisterial: Id y haced discípulos de todos los pueblos (por el anuncio profético y el gobierno pastoral, formando y desarrollando la vida de la Iglesia), bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo (aplicándoles la salvación, introduciendo sacramentalmente en la Iglesia); y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado (mediante el magisterio apostólico y la vida en la caridad, el gran mandato). Se está cumpliendo el plan de Dios, y la salvación, anunciada primero a Israel, es proclamada a todos los pueblos. En esta obra de conversión universal, por larga y laboriosa que pueda ser, el Resucitado estará vivo y operante en medio de los suyos: Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.

El misterio

La lectura apostólica que propone la Iglesia interpreta perfectamente el acontecimiento de la Ascensión del Señor, adentrándonos en el misterio del ingreso del resucitado en el santuario celeste. Ahora podemos decir con el canto del Santo que los cielos y la tierra están llenos de la gloria de Dios (En Isaías 6,3 sólo se nombraba a la tierra). Ahora, con la ascensión de la humanidad del Hijo de Dios, conmemorada en el misterio litúrgico, sobre la que reposa la gloria del Padre, adorada por los ángeles, también nosotros somos unidos por la gracia a esta alabanza eterna, en el cielo y en la tierra. Estamos en el penúltimo momento del misterio pascual, antes de la donación del Espíritu Santo al cumplirse los días de la cincuentena, el Pentecostés.

La vida cristiana

Las oraciones de esta solemnidad piden que permanezcamos fieles a la doble condición de la vida cristiana, orientada simultáneamente a las realidades temporales y a las eternas. Esta es la vida en la Iglesia , comprometida en la acción y constante en la contemplación. Porque Cristo, levantado en alto sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos los hombres; resucitando de entre los muertos envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por él constituyó a su Cuerpo que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia y por Ella unirlos a sí más estrechamente y, alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre, hacerlos partícipes de su vida gloriosa. Instruidos por la fe acerca del sentido de nuestra vida temporal, al mismo tiempo, con la esperanza de los bienes futuros, llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (Vaticano II, Lumen gentium 48).

Pentecostés

Por último, el tiempo pascual termina 50 días después de Pascua con la fiesta de Pentecostés. En este día, el Espíritu Santo inspiró a los Apóstoles su misión: llevar por todo el mundo la buena nueva de la Resurrección de Cristo. Es el comienzo de la evangelización y, por tanto, la fundación de la Iglesia. 

Una fiesta de la Iglesia universal, mediante la cual se conmemora la Venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, cincuenta días después de la Resurrección de Jesucristo; en el antiguo festival judío se llamaba “ Fiesta de las Semanas” o Pentecostés (Éx. 34,22; Deut. 16,10). Se llama whitsunday debido a los ropajes blancos que usaban los bautizados durante la vigilia; Pentecost (“Pfingsten” en alemán), es la palabra griega para “quincuagésimo” (día después de Pascua).

Pentecostés, como una fiesta cristiana, se remonta al siglo I, aunque no hay evidencia de que fuese observada, como es el caso de la Pascua; el pasaje en la 1 Corintios (16,8) probablemente se refiere a la fiesta judía. Esto no es sorprendente, pues la fiesta, que originalmente duraba un sólo día, caía en domingo; además estaba tan estrechamente unida a la Pascua que parece ser no mucho más que la terminación del tiempo pascual. 

El hecho de que Pentecostés pertenece a los tiempos apostólicos aparece establecido en el séptimo de los fragmentos (interpolados) atribuidos a San Ireneo. En Tertuliano (Sobre el Bautismo, 19) la fiesta aparece ya como firmemente establecida. El peregrino galicano, da un relato detallado de la forma solemne en que esta fiesta era observada en Jerusalén (“Peregin. Silvae”, ed. Geyer, IV). Las Constituciones Apostólicas (Libro V, Parte XX) dice que Pentecostés duraba una semana, pero en Occidente no se celebró con la octava sino hasta fecha posterior.
De acuerdo a Berno de Reichenau (m. 1048) parece que en su época fue un punto controversial si Pentecostés debía tener una octava. En la actualidad la fiesta tiene un rango similar al del Domingo de Resurrección o Pascua. Anteriormente, se bautizaba durante la vigilia a los catecúmenos que quedaban de la Pascua; en consecuencia, las ceremonias del sábado eran similares a las del Sábado Santo.

El oficio de Pentecostés tiene sólo un nocturno durante toda la semana. En tercia se canta el “Veni Creator” en lugar del himno usual, debido a que el Espíritu Santo descendió a la tercera hora. La Misa tiene una secuencia, de “Veni Sancte Spiritus”, cuya autoría algunos le atribuyen al rey Roberto de Francia.

El color de las vestimentas es rojo, que simboliza el amor del Espíritu Santo o de las lenguas de fuego. Anteriormente los tribunales de justicia no funcionaban durante la semana entera y se prohibían los trabajos serviles. El Concilio de Constanza (1094), limitó esta prohibición a los primeros tres días de la semana. El descanso de martes fue abolido en 1771, y en muchos territorios de misión también el del lunes; este último fue abrogado para toda la Iglesia por el Papa San Pío X en 1911. Todavía, como en Pascua, el rango litúrgico de lunes y martes de Pentecostés es un doble de primera clase.