“Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”

«Es palabra digna de crédito, y merecedora de total aceptación, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero». San Pablo. 1Tim. 1,15

Afortunadamente, si no se presentan imprevistos, después de dos años con las limitaciones que nos impuso la pandemia del Covid-19, de nuevo podremos celebrar las Fiestas en Honor del Santísimo Cristo de la Laguna con toda normalidad.

Como es habitual, al llegar el mes de septiembre, miles de fieles, movidos por la fe y ante la venerada imagen del Cristo de la Laguna, reviven la conciencia de que Cristo, “por nosotros y por nuestra salvación… padeció y murió”. Esta es una afirmación central de la fe de la Iglesia que
proclamamos en el Credo.

Este “por nosotros”, entre otras cosas, implica que su pasión y su muerte fue en nuestro favor, para nuestra salvación. ¿Salvarnos de qué? ¿De qué necesitamos ser salvados? Necesitamos saberlo y experimentarlo, para que tenga sentido lo que celebramos.

Todo lo que hacemos en las Fiestas en Honor del Santísimo Cristo de la Laguna debe enriquecernos profundamente y dejar huella en nuestra vida. Las celebraciones religiosas, los actos culturales, deportivos y lúdicos, al mismo tiempo que ponen de manifiesto el arraigo popular y la significación religiosa que el “Cristo de la Laguna” tiene para miles de personas, deben fomentar la convivencia entre las personas y hacernos mejores, tanto en la relación con Dios como con los demás. De lo contrario, las fiestas del Cristo de la Laguna se quedan es un mero espectáculo, como los fuegos artificiales: muy bonitos, pero desaparecen de inmediato y todo su esplendor se queda en nada.

La imagen del Santísimo Cristo de La Laguna, a lo largo de todo el año, atrae a miles de fieles al Santuario que, movidos por la fe y postrados a sus pies, le contemplan y meditan el sentido de la muerte de Cristo en la cruz. ¿Por qué el hijo de Dios, nacido de la Virgen María, llegó a esta situación? “Para salvarnos”, decimos en el Credo de nuestra fe. Repetimos la pregunta: ¿Salvarnos de qué? ¿De qué necesitamos ser salvados?

Ya antes del nacimiento de Cristo, ante las dudas de José, un ángel le dijo: «No temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». También San Juan nos dice: «Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1Jn. 4,10). Así entendemos el título que he puesto a la carta para las fiestas del Cristo de este año: “CRISTO JESÚS VINO AL MUNDO PARA SALVAR A LOS PECADORES”.

Esta expresión es de san Pablo en su primera carta a Timoteo, donde dice: «Es palabra digna de crédito y merecedora de total aceptación que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero» (1Tim. 1,15). Con esta expresión, “yo soy el primero” no quiere decir que sea –cronológicamente- el primer pecador, sino que se reconoce a sí mismo como pecador, pues como dice en la misma carta: «Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí» (1Tim. 1, 12-13).

Es importante, como hace San Pablo, reconocernos pecadores. El pecado es la desobediencia voluntaria de los mandamientos de Dios. Como rezamos en el Salmo 50: «Yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad en tu presencia» (Sal. 50. 5-6). San Juan Pablo II, decía en Reconciliatio et Paenitentia: “Exclusión de Dios, ruptura con Dios, desobediencia a Dios; a lo largo de toda la historia humana esto ha sido y es bajo formas diversas el pecado, que puede llegar hasta la negación de Dios y de su existencia; es el fenómeno llamado ateísmo. Desobediencia del hombre que no reconoce mediante un acto de su libertad el dominio de Dios sobre la vida, al menos en aquel determinado momento en que viola su ley” (RP 14).

En el pecado, no tengamos reparo en reconocerlo, caemos todos. Así lo decimos al rezar el “YO PECADOR”: “Yo confieso ante Dios todopoderoso, y ante vosotros hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. San Juan en su primera carta nos dice: «Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1Jn. 1,8-10).

En efecto, la conciencia de pecado nos hace sentir la necesidad de ser perdonados y así valoramos lo que Cristo ha hecho por nosotros: “Vino al mundo a salvar a los pecadores”. Si algunos aspectos de nuestra vida no son conformes a la voluntad de Dios, siempre tenemos la posibilidad de cambiar y el pecado puede ser superado, pues, «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo» (Ef. 2,4-5)

Por el contrario, quien no reconoce que es pecador, bien por ignorancia o por la dureza de su corazón, es como quien tiene una enfermedad corporal y no lo sabe. Pero, no por eso deja de afectarle a la salud. Así es el pecado, aunque no lo reconozcamos, nos hace daño espiritualmente. El propio Jesús nos dice: «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es esclavo» (Jn. 8,34). Por eso, todos estamos llamados a hacernos un diagnóstico de nuestra vida, a la luz de la palabra de Dios, para verificar si estamos viviendo conforme a su voluntad: «Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres».

San Agustín decía: “El pecado es el amor a uno mismo hasta el desprecio de Dios”. Es vivir como si Dios no existiera. A nadie se le oculta que en la actualidad hay muchas personas en esta situación, incluso entre quienes se reconocen cristianos. Influenciados por la progresiva secularización de la sociedad y la pérdida del sentido de lo sagrado no se consideran pecadores ante Dios. Y, claro, eso hace que hoy sigan siendo una realidad aquellas palabras que dijo el Papa Pío XII en 1946: “El más grande pecado del mundo actual es tal vez el hecho que los hombres han perdido el sentido del pecado”(27-X-1946). San Pablo VI dijo que “el pecado actualmente es una palabra silenciada”.

El pecado es una ofensa a Dios: «Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Sal 50, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. La ausencia o el debilita¬miento del sentido de Dios y del pecado nos incapacita para comprender el significado y la necesidad de la conversión. En definitiva, no se experimenta la necesidad de ser perdonado –ser salvado del poder del mal- y, en consecuencia, todo lo que Cristo ha hecho por nosotros, y que aparece reflejado en la imagen del Santísimo Cristo de La Laguna, no tiene que ver con nuestra vida personal y carece de sentido y valor. Si “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” y no reconocemos nuestros pecados, todo lo que hizo por nosotros cae en saco roto.

Por eso, junto al reconocimiento de nuestras maldades, lo más importante es “creer en el perdón de los pecados”. Así lo afirmamos al final del Credo: “Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados”. Sí, hermanos y amigos, por mucho mal que hayamos hecho, si lo reconocemos y pedimos perdón, Dios rico en misericordia, nos perdona. Para eso envió a su Hijo al mundo que, como contemplamos en la Venerada Imagen del Santísimo Cristo de la Laguna, entregó su vida para salvar a los pecadores. En cada celebración de la Misa actualizamos lo que Él mismo dijo en la Última Cena: “Éste es el cáliz de mi sangre que será derramada por vosotros y por muchos para el perdón de los pecados”.

Aprovechemos la enseñanza de San Juan: «Si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1Jn. 2,1-2). Acojamos el perdón que Dios nos ofrece mediante el Sacramento de la Penitencia que, como ya sabemos, para recibirlo con fruto, debemos hacer cinco cosas: Examen de conciencia, arrepentimiento, propósito de no volver a pecar, decir los pecados al confesor, recibir la absolución y cumplir la penitencia.

“Cordero de Dios que quitas del pecado del mundo, ten piedad de nosotros”. No lo olvidemos, sólo aprovechando lo que Cristo nos ofrece, su amor y su perdón, haremos una gran Fiesta en Honor del Santísimo Cristo de la Laguna. Es lo que les deseo a todos.