CUANDO el Santísimo Cristo lagunero no huele a cera o incienso, sino la fragancia de las manzanas abraza su cuerpo moreno, es que La Laguna celebra sus fiestas mayores, las cuales cambian a la isla teideana con los versos de Ramón Cué:
«Tenerife es trono. El mar,
uncido al yugo coquero,
le lleva sobre su espalda
lustrosa del Atlante preso».
Al llegar septiembre, la mujer ortigalera, con sumo cariño, recoge las manzanas y las transporta, en antiguas cestas, a la plaza de San Francisco, depositándolas bajo un álamo que les dé sombra y proteja del sol septembrino, cuyos rayos eclipsan la de la fruta.
La manzanas del Cristo tienen una gran amiga: la suave brisa acaricia y traslada su olor el olfato de los romeros y al cuepro del Crucificado, al que abraza como símbolo del amor y fe del campesino que las sulfata, riega y hasta les canta:
«Y merecido entre las olas,
enredado entre luceros,
entre sirenas de barcas,
se va durmiendo en la noche
blanca el Cristo lagunero».
La venta de fruta goza de gran tradición en las Fiestas del Cristo de La Laguna. Entre racimos de uvas y peras enamoradas por los higos, las manzanas siempre han sido una constante. Una fruta apetecida por el que tiene el estómago enfermo, por los que desean conciliar el sueño y por los labios de la lagunera que la recibe como señal de amores. Y al amparo de la «mamá manzana», ¿han visto ustedes cómo sus hijas, las pequeñas «francesas» según se les denomina, rompen el verde de sus trajes con manchas rojas que bien podrían ser muestras de amor al Cristo lagunero?
Aunque los tiempos modernos han cambiado las actuales fiestas laguneras de septiembre. el viejo manzano de El Ortigal sigue dando su exquisita fruta, alimentada por la savia del pasado isleño. Provando, en estas fiestas, una manzana nos daremos cuenta que el sabor de la tradición continúa igual. Todo, porque los árboles saben mucho de La Laguna y de su amor al Cristo, ya sean altivos álamos de la plaza de San Francisco, olorosos manzanos de El Ortigal o milenarios dragos portadores del Crucificado:
«Los dragos son como el trono,
los candelabros inmensos
con sus mil brazos en ascuas
crepitando sobre el viento,
donde en verdes lenguas vivas
se quema incansable el tiempo».
El tiempo, desgraciadamente, ha ido eclipsando las antiguas Fiestas del Cristo de los programas de actos, más no así del recuerdo. Al dar un mordisco a una manzana, en lo más profundo de mi alma lagunera, despiertan bellas estampas del pasado festivo: arcos forrados con telas, rematados con el escudo de la Ciudad y llenos de farolillos que, a modo de lágrimas, dejan caer hilos de luz sobre los paseos de la plaza; los trajes más lujosos para el día del Cristo; las vacas más gordas para la Feria de Ganado; los toros más bravos para la lidia de la plaza taurina de San Juan, y las ramas del monte más frondosas para embellecer los palos de los faroles de petróleo que iluminaban la plaza y portales del Santuario de San Francisco.
El tiempo borra muchas cosas, pero ni el huracán más fuerte puede con el emotivo acto del Descendimiento ni impedir que la isla de Tenerife quiera plasmar, en su cuerpo, el dolor del Cristo moreno:
«Teide, en alto, despliega,
bordada en nardos de hielo,
la sábana que sus nieves
dan para el Descendimiento.
Mientras Tenerife quiere
reproducir en su cuerpo
la carne llagada y rota
de su Cristo lagunero,
opiada con cardenales
y sangre de azulejos».
Nuestra isla ha querido siempre al Cristo lagunero, pero antaño había determinados lugares, como Santa Cruz, de los que la Esclavitud del Cristo obtenía tributos para su venerada Imagen y fiestas.
En la capital santacrucera, la Esclavitud tuvo más censos que en La Laguna. En 1711, existía un derecho a la tercera parte de los lugares de la calle de la Noria. Matías Boza donó, en 1725, a la Esclavitud 62 sitios en Santa Cruz para el culto al Cristo. En 1780, Francisco de Aguilar compró casas sujetas a un censo que pagaban a la Esclavitud.
Santa Cruz juega un papel importante en la historia del Crucificado moreno, no sólo por lo expuesto, sino porque no hay que olvidar que en su puerto arribó el misterioso barco que, guiado por los ángeles, trajo el Cristo. Un puerto que guarda, además, bellas historias del mar:
Estamos en el año 1598. Por los pueblos corre la noticia de que los holandeses se disponen a saquear la isla de Tenerife. Muchos hombres bajan a Santa Cruz, donde se concentran unos cinco mil defensores de la isla, apoyados por las plegarias y procesiones que, en el Real Santuario de San Francisco, los franciscanos realizan para que la isla sea librada de un ataque. Sólo falta un arma de fe que confiere gran valor a los tinerfeños: uno de los velos que cubrían al Crucificado moreno es llevado al puerto de Añaza y utilizado a modo de estandarte. Tan pronto como fuera divisado el enemigo en el mar, La Laguna estaba preparada para bajar el Cristo y ponerlo en lugar alto y visible. Pero he aquí que, cuando los enemigos habían emprendido rumbo hacia Santa Cruz, las aguas del Atlántico, fieles a su Creador, son despertadas en furia y, unidas a un terrible temporal, ponen fuera de combate a la flota holandesa. A partir de este día:
«Tenerife ya no es isla.
No es tierra, roca ni puerto.
Tenerife ya no es isla.
Donde estaba hay mar y hay viento.
Tenerife ya no es isla.
Tránsida toda de ensueños».
El verdadero ensueño de septiembre y de mi vida es el Cristo lagunero, «mi negrito» como decía Fray Antonio Tejera. Vivir en La Laguna significa ser esclavo de su paz, de su frío, del encanto de sus estrechas calles, de sus verodes y, principalmente, de los brazos morenos que, en emotivo Descendimiento, abandonan la altura de la cruz del altar, para estar más cerca de todos los devotos que desen ofrendarle una mirada de amor, un beso de fervor o el tímido roce de la medalla que desea impregnarse de prodigiosa protección.
Estoy de acuerdo con Ramón Cué —este escrito rinde homenaje a su poema— cuando dice que, al ver el Cristo lagunero, los pinos lloran lágrimas de resina y de incienso, y la arena sal y espuma en desconsuelo. Ello se debe a que el Crucificado de Aguere no sólo despierta la alegría en el corazón, sino, también, el sentimiento, en forma de dolor al ver su santo martirio, y de lágrimas cuando lo bajan de la cruz, haciéndose pequeño en brazos de los sacerdotes y grande en el alma del que se acerque y lo contemple, tendiendo sobre el rojo damasco la espalda que tantas alegrías y penas ha cargado en esta Laguna nuestra.
Todo esto sucede en el Real Santuario de San Francisco. En la popular plaza, algo distinto pasa: las ruletas hacen girar la fortuna, las tómbolas incitan a probar suerte, los ventorrillos se perfuman de adobos, las turroneras pregonan la miel de su turrón, y, bajo un álamo, una mujer grita con emoción: «A las ricas manzanas. A las manzanas». El fruto prohibido antaño, es una compra obligada en el actual paraíso festivo del Cristo. «Compre manzanas. Fresquitas manzanas de El Ortigal». Es de noche. El Cristo entra en la plaza. Compro manzanas. La fragancia de la fruta se escapa y abraza a su Creador. La vieja vendedora me incita a probar la rica fruta y convierte los versos de Ramón Cué en una plegaria hecha canción:
«Tenerife es sólo un trono,
dragos, retamas y brezos,
para llevar por los mares,
con los dos brazos abiertos
en procesión de milagros,
a su Cristo lagunero».
Quizá la venta de manzanas, en las Fiestas del Cristo, sea un milagro. Una procesión de frutas en la que la manzana es dueña y señora. Nunca he sabido si en verdad se busca el dinero o se vende por tradición. En el subconciente de la vendedora podría estar el hecho de que la venta sea una ofrenda, consistente en llevar el fruto de la cosecha ante el Protector de los campos de Tenerife. ¿Alguna de las populares vendedoras no habrá dejado alguna vez manzanas a los pies del Cristo en señal de promesa por algún favor concedido? Yo he visto el haz de trigo dejado por un campesino como la promesa más sagrada por salvar el Cru-cificado la cosecha.
A todo aquel que acuda a la plaza del Cristo y no sepa qué fiesta se celebra, le recomiendo que huela profundamente. Si la fragancia de las manzanas envuelve vuestro olfato, se encuentra usted inmerso en las solemnes Fiestas del Santísimo Cristo moreno, ese Crucificado que, por ser lagunero, tanto admiro, respeto y quiero.