No se equivocó Manuel Verdugo al decir, en su soneto San Cristóbal de La Laguna, que los repiques anuncian las procesiones, pues ésto es lo que sucede todos los años al llegar el catorce de septiembre.
Al alborear el día solemne, los vetustos muros se pondrán sus níveos ropajes de cal, las flores que se asoman, tímidas, sobre las tapias se llenarán de color, y los pueblos vestidos de gala invadirán la romántica y mística ciudad. Y por la noche, cuando en brazos del crepúsculo se haya adormilado el día, las campanas de San Francisco llamarán a esos laguneros, cuya devoción les hará depositar ante el Crucificado la ofrenda de una pequeña vela, una profunda oración y, a veces, hasta el centelleo de unas lágrimas.
Así es el sentir religioso del pueblo lagunero por el Unigénito moreno, cuya misteriosa llegada a la isla fue una salvación para los que padecían dolor, pues, según cuenta la tradición, fue a partir de ese día cuando el Cristo del seco madero empezó a obrar prodigios en favor de los que lo invocaban en sus aflicciones, haciéndose popular aquella frase que decía: ''Señor de La Laguna compadeceos de mí".
Tantos fueron los milagros del Cristo de La Laguna que, en el año mil seiscientos siete, los señores de justicia de la isla declararon el catorce de septiembre día de fiesta. De esta manera fue como dio comienzo la festividad del Ungido del Santuario de San Francisco, siendo su polvorienta plaza cargada de historia el escenario donde los peregrinos representaban jubilosamente la obra de exaltación al Cristo, cuyos actos, con el paso del tiempo, formaron ese libreto que llamamos Programa de Fiestas.
Siendo el programa el documento que guarda los actos festivos, nos vemos obligados a abrir sus pálidas y desteñidas hojas, para ver como eran las Fiestas del Cristo allá por el año mil ochocientos y tantos, exactamente cuando nuestros bisabuelos lucían sus enroscados bigotes desde un landó de tres caballos camino de la capital. Abramos, pues, el vetusto programa y veamos los festejos que tendrán lugar en la Noble y Leal Ciudad.
Estamos en La Laguna de antaño. Las calles se encuentran llenas de faroles de petróleo, con sus armazones de vidrio, sus esquinas verdosas y anchas chimeneas negras, cuyas humaredas enlutan las blancas paredes de la ciudad. Las campanas de la Villa de Arriba y las de la Villa de Abajo rivalizan con las del Cristo en despertar al septiembre festivo. Y en la plaza, se alzan erguidos y altivos arcos escoltados por álamos negros que son de historia señal.
Así era la antiquísima Aguere cuando estaba en fiestas, ciudad que se mostraba verdeante, sombría, soledosa, y oliendo a incienso, azahar y laurel.
Era el tiempo en que las mujeres de clase alta vestían con traje de polisón y sombrero de plumas, y las del campo llevaban sobretodo ceñido al talle y pañoletas de diversos colores, pero al final todas igual de bellas bajo los farolillos de Lux-Lux y gas acetileno, que iluminaban la Plaza del Adelantado, cuya Alameda se engalanaba con festones, medallones y una bonita iluminación a la veneciana. Y era en esta plaza donde se celebraba el tradicional paseo, con música de fondo a cargo de la afamada banda "La Fe", y con multitud de globos aerostáticos que se elevaban en la noche jovial.
El día cuatro habían corridas de toros, y fue en el año mil ochocientos noventa y dos cuando se celebró la primera lidia en el ruedo que existió en La Laguna, en la que se lidiaron, por los diestros Fernando Gómez "El Gallo" y Manuel Ruiz, cuatro toros de la renombrada ganadería sevillana de D. Antonio Martín.
Al día siguiente se repartían, en la mencionada plaza taurina, bonos de pan y carne entre los pobres que asistían, y se celebraban emocionantes competiciones deportivas: cucañas, luchadas y, a las tres de la tarde, carreras de sortijas por varios caballeros aficionados, acto que era presidido por distinguidas señoritas, que ocupaban un palco desde el cual premiaban a los vencedores con una lluvia de flores naturales. Estas señoritas también arrojaban flores, desde los balcones de la Sociedad "El Porvenir", a los niños que se habían distinguido en los últimos exámenes, los cuales recorrían las calles de La Laguna acompañados de vistosos estandartes y de una banda de música.
Pasaban unos días de fiesta con actos semejantes a los de hoy, y llegaba el doce de septiembre, fecha en lo que tenía lugar la Pandorga o Cabalgata, la cual se celebraba a las ocho y media de la noche recorriendo las principales calles de la ciudad acompañada de caballos de fuego, para regresar luego a la Plaza de San Francisco que se iluminaba con luces de bengala.
La Exposición de Objetos de Arte, principalmente religiosos, se realizaba en la Santa Iglesia Catedral, y en la Plaza del Cristo tenían lugar la Exposición Provincial de Ganado para estimular y fomentar su cría en la isla. Al efecto se preparaba y adornaba convenientemente la plaza, destinando distintos locales a las diversas clases de animales presentados, cuyos dueños aspiraban a ser galardonados con alguno de los sesenta y dos premios que se otorgaban. Desde las nueve de la mañana, para la apertura del acto, recorrían las calles de la ciudad carros alegóricos y danzas campestres que, al dar las once, se dirigían a la Exposición.
or fín llegaba el día catorce, y a través de los trigales de la vega se escurría el cantar del pueblo que, al son auspicial de las campanas de toda la ciudad, constituía la diana floreada convertida en plegaria al socaire de los portales de San Francisco:
Siendo yo un niño, mi madre me arrodillaba en la cuna, y me enseñaba a rezarle al Cristo de La Laguna.
Con un pueblo cantando se iniciaba la jornada festiva, y con el cantar de las campanas salía la Procesión del Retorno del Cristo a su venerado Santuario desde la Catedral, cuya plaza se adornaba con dos fuentes, una de aguas aromáticas y otra de vino. Y por la noche de nuevo el Ungido lagunero recorría las calles de la ciudad, con la famosa "Entrada", para cuyo acto se guardaban cohetes de silbato y de corona, fuegos de artificio que constituían una novedad en la isla, puesto que eran traidos desde la Península.
En sombras ya la plaza,era emocionante ver aquella exhibición pirotécnica,en la que cada volador era un corazón encendido lanzado hacia el cielo, llevando con él la súplica del pueblo que, recogido íntimamente, observaba como las colinas de San Roque se incendiaban queriendo rajar el cielo con sus cegadoras llamas.
Así eran las Fiestas del Cristo hace noventa años, cuyas atracciones se complementaban con el Festival de las señoras de la Junta de Caridad, las veladas literarias organizadas por la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, y aquellos bailes en los Salones del Ayuntamiento, donde las notas musicales se colaban por esos balcones, a través de cuyas celosías nuestros abuelos recuerdan hoy aquellos farolillos tipo veneciano, el clásico Pregón, y aquel Cristo que, con los brazos abiertos bajo el templete, hacía que los laguneros se recogieran profundamente con emoción.