El Cristo de La Laguna, la imagen veneranda que es orgullo de la ciudad que enaltece con su historia las páginas de la historia canaria, pudiera con razones de inflexible lógica titularse el Cristo de la isla que es centro y emporio del archipiélago.
Si ese hermoso título pudiera contribuir a que la dolorida Imagen fuera más amada, glorificada y enaltecida, los hijos de La Laguna que nos enorgullecemos con que ella, la Efigie sacrosanta lleve el título de la ciudad y sea como el escudo, la bandera que la personifique y distinga, depondríamos con gusto tan halagüeña y honrosa complacencia.
Pero es fácil demostrar que la variación de ttítulo nada contribiuiriá a los efectos que con ansias de buenos cristianos deseamos con verdadero afán; por que el Cristo de La Laguna ha sido, es, y continuará siendo el Cristo de todos los pueblos que hermosean el encantador suelo de la isla que corona con orgullo el Teide gigante.
En efecto; el ilustre Conquistador de Tenerife y fundador de La Laguna rindió fervoroso culto a la Imagen que llevamos impresa en el alma los que en la ciudad de la encantadora Vega hemos nacido.
Esta devoción, a la vez que prueba que nuestro Cristo se enseñoreó de La Laguna y su término, que era, la isla entera, desde el hecho trascendental de la conquista, lo que dá a la Imagen una importancía y respetabilidad extraordinaria, revela el entusiástico y reverente amor que los primeros pobladores sintieron y exteriorizaron por ella. El fervor de Fernández de Lugo, que le impulsó a disponer se le sepultase ante el a'tar de la Imagen veneranda, influyó poderosamente sobre el ánimo de los habitantes de la naciente población lagunera y en el de los pobladores de los caseríos que en el accidentado suelo de la pintoresca isla se iban formando paulatinamente. A la villa que la Reina doña Juana, madre de Carlos V, elevó a la categoría de ciudad-capital dotándola de un escudo que tres siglos lo fué de toda la isla, acudían como a su propio pueblo los nuevos cristianos de origen guanchinesco y los que, de la raza vencedora, se estacionaban en los sitios donde más tarde habían de dibujarse los contornos de pintorescos pueblos, risueñas villas y populosas ciudades.
En el orden civil como en el religloso la vida de Tenerife entero estaba compenetrada con la vida y sentímientos de los habitantes que poblaban el espacio delineado por el Adelantado valeroso para la ciudad directora y protectora del territorio conquistado en nombre de los Católicos Reyes D. Fernando y D.ª Isabel 1.ª. Los laguneros, que al amor de su milagroso Cristo unieron el de la Augusta Reina aparecida en las playas del extinguido reino de Güimar, inculcaron, con su ejemplo, en el corazón de los demás pobladores de la isla el cariño y fervor que por el culto de las dos venerandas imiágenes sentían.
De padres a hijos se iba transmitiendo el fervoroso afecto al Cristo, y en los pueblos que de La Laguna se emancipaban, en los días de calamidad y tristeza y en los fastuosos y alegres, a la Imagen protectora se iuvocaba y a su santuario se acudía considerándolo como antes de la emancipación como cosa propia. A más de los recuerdos de tantos hechos, lo prueban las valiosas dádivas que aun convierte la famosa Capilla en una de las más ricas, si no la más, de las de la provincia. Aquellas alhajas no proceden solo de los laguneros, sino también de la generosidad de los hijos de los demás pueblos de Tenerife, aun de los ausentes que, llevando impreso en el corazón la Imagen dolorida de su Cristo, la invocaron en las tribulaciones.
Con fijarnos en la bella y populosa capital de las Canarias veremos que en sus acontecimientos gloriosos como en los que la desdicha ha predominado, el Cristo de La Laguna representó siempre papel importante.
Aun se conserva en el santuario, como trofeo inolvidable, el velo que devotamente se tremoló como bandera cuando tuvo lugar la defensa que conmemora una de las tres cabezas que adornan el escudo de la vecina ciudad y no se olvida el fervor de nuestros vecinos desplegado al intentar el gran Nelson apoderarse de las playas de Añaza y de la entonces capital lagunera: a El invocaron y su protección, en verdad, no les faltó.
Hoy esa devoción de los hijos de Santa Cruz es manifiesta. Al Cristo lo invocan las familias más distinguidas y las más humildes, consideran a la Imagen como propia y digna del mayor respeto.
En resumen: el Cristo de La Laguna fué, desde que apareció en el país, el Cristo de todo Tenerife.
Todos los pueblos vivieron bajo el escudo glorioso de la hoy capital religiosa de la isla y docente del archipiélago; la devoción presente acredita que el Cristo de La Laguna continúa siendo el Cristo glorioso de la encantadora Tinerfe.
Mateo Alonso del Castillo.
La Laguna de Tenerife, Septiembre de 1922.