El día que el Cristo pisó La Laguna por primera vez fue un acontecimiento: la imagen era el feliz exponente de una iconografía de fe que estaba en boga, pero, además, debió de jugar el papel de una especie de Embajador de Europa, símbolo de la industria cultural de su tiempo, y con ese carisma halló en la isla una adepta. Hoy descubrimos en su figura al emisario de la vanguardia artística del mundo civilizado en plena expansión atlántica. Y podemos intuir que la llegada de una admirable talla gótica a los residuos neolíticos de nuestro pequeño mundo insular tuvo que provocar una conmoción en el campo del arte y el pensamiento. El Cristo traía toda la pasión necesaria para mover montañas contra las catástrofes por los siglos de los siglos, y enseguida fue un filón cultural que deslumbró a la sociedad de entonces. Había llegado siguiendo, de regreso, las rutas comerciales del azúcar, y nos proponía entrar en las vías de desarrollo del siglo XVI cuando apenas éramos un pueblo recién nacido en Occidente. Su irrupción en el confuso cruce de mitos y creencias en que se debatía la isla fue un poderoso acto místico y, a la postre, misterioso, que aún permanece guardado celosamente entre brumas.

El día que arribó a su destino lagunero, la isla de Tenerife ya había sido "aquietada y reducida", como decía Abreu Galindo, y los hombres hacían las paces. Mucho tiempo después, cuando los vecinos de la ciudad iban a la guerra civil del 36, las madres les regalaban medallas con la imagen sagrada del Valedor. La ciudad no tuvo prisa en devolver la visita al Cristo nórdico, acaso porque se quedó a vivir en ella para siempre, aplazándose el compromiso. La Laguna, a donde mira de verdad sin ninguna obligación es a América, como una avanzadilla temporal y geográfica de arquitecturas y urbanismos originarios que estaban predestinados a ir a parar al otro lado del mundo.

La ciudad tuvo pronto al Cristo en casa; de ahí que en medio milenio de historia haya podido contar con su providencial tutela, tanto cuando las cosechas sufrían amenazas cíclicas como cuando sus hijos partían hacia otros territorios desafiando el vértigo del mar.

La exaltación lagunera del Cristo es deudora de ese valimiento prolongado a lo largo de centurias. La ciudad, que se alza adrede lejos de la costa, padeció, como el resto de la isla, la fijación insular por los miedos a los enemigos externos —las plagas, los piratas, las sequías. Y el Cristo siempre la cuidó.

El Cristo ejerce un mecenazgo social que trasciende lo estrictamente religioso y traspasa las fronteras, físicas e imaginarias, de su ámbito natural de influencia, extendiéndose a otras islas, otros confines, otros derroteros, sin medir las distancias. Los misterios que rodean los caminos que trajeron al Cristo, de norte a sur, y los misterios indescifrados que albergan los callejones de la ciudad, los que borraron el lago de aguas llovedizas, los misterios que transitan por todas partes, que suben y bajan montañas como neblinas, que rondan las noches y ascienden a lo alto de la torre de la Concepción... Esos misterios intrínsecos son acólitos de silencios anteriores, primitivos, y de soledades que prevalecen. Unamuno decía que se le metían hasta "el tuétano del alma" en este sitio: La Laguna. 

La imagen procedía de los países bajos meridionales, donde las esculturas de crucifijos cobraban un auge inusitado, pero nadie sabía a ciencia cierta cómo llegó hasta aquí. Ningún documento lo precisaba. Ninguna fuente irrefutable dio la noticia. Era un misterio invencible. La prodigiosa travesía del moreno crucificado hasta el convento de San Miguel de las Victorias alimentaba leyendas que eran propias de ángeles.

El profesor Galante investigó en su día las vueltas que dio el Cristo para llegar a La Laguna, desde que salió de los talleres brabanzones, hizo escala en Venecia y fue navegando hasta Barcelona, donde finalmente lo adquirió un conquistador. De haber sido así, correspondió a Juan Benítez 'el Morón' el mérito histórico de esa compra, estando exhausto de las batallas que vivió en Francia junto a Alonso Fernández de Lugo, y cuando ambos, algo 'despenados' tras la refriega, sentían ganas de volver a su 'reino' particular de taifas, Canarias, ya sometida. Otras versiones menos prosaicas, recogidas por fray Luis de Quirós, hablaban con entusiasmo de una talla transportada por hombres y barcos que desaparecían sin dejar rastro de su paso, pero tanto éstas como aquella —la más veraz— nos están informando de que el Cristo se las ingenió como pudo para ir de puerto en puerto, atravesar ríos y montañas, hasta llegar a su paradero insular, en los albores de la era en que el mundo se hizo de pronto más grande. Los laguneros han hecho recorridos largos como su Cristo; no iban de vuelta a Europa, miraban, como dijimos antes, a América como primera opción, para fundar Montevideo, en Uruguay, o apostolar en Brasil. 

La ciudad del Embajador tiene 500 años de misterios a la espalda. Posee un "sosiego espiritual" que la hace casi inmóvil como una ciudad invisible de Italo Calvino. Fue la primera capital ultramarina diseñada por la Corona, fue concebida para ser llevada como ciudad viajera en el equipaje de aquel siglo de trashumancias culturales de un viejo mundo a un mundo nuevo. Era un perfecto lugar de paz, para vivir al final de las guerras. La Laguna fue engendrada en un sueño de Platón, era una ciudad revelada, redonda como los círculos del alma y el universo. Y ese singular misterio, quizá el más hondo y asombroso de sus enigmas terrenales, una vez desvelado por la profesora Navarro Segura, anuncia que la capital, a buen seguro, aún oculta inéditos perfiles, y cada uno requiere su propio investigador: la intrigante historia de La Laguna, que nos invita a hacer continuas indagaciones acerca de su verdadera personalidad.

La Conquista había tomado un cariz reprobable cuando encontró en este valle con modales de atalaya la manera de acreditarse históricamente. Hoy ya sabemos que la prolongación americana de la colonización se ensayó a golpe de barbarie en unas islas de laboratorio. La Laguna, elegida por el Adelantado como primera capital de Tenerife, permitía en aquel momento visualizar un nuevo modelo de sociedad, que surgía de las ceni-zas y los horrores de la Conquista, antes de que se extendiera sigilosamente entre las aguas hasta la otra orilla continental. Por eso La Laguna es como tener América en casa, como pasear por Cartagena de Indias o por la Habana vieja.

La ciudad preamericana de inspiración cretense, que innovó conceptos de convivencia y diseñó una nueva morfología urbana, enarboló desde su origen roles culturales, sociales y religiosos de largo alcance. El hecho diferencial del lagunero es el Cristo y el aliento cultural que contrajo la ciudad a su llegada: un latido que habi-ta el alma colectiva de Aguere. De ahí que La Laguna cultive a pares vanguardias y tradiciones sin contradicción, con la misma dualidad creíble que en septiembre, cuando la imagen sale en procesión en cruz de plata, la noche salta por los aires bajo la cohetería, y, por el contrario, el Viernes Santo de madrugada la gente acompaña al Mártir clavado, "con qué fervor y silencio" decían los versos de Verdugo. A La Laguna hay que buscarla en sus ramas y raíces, no sólo para encontrarla sino para entenderla. En las dos caras de la ciudad, en las dos ciudades que sorprendieron a Olivia M. Stone. Sí, hay que mirarla también debajo de la manta con que se cubren los hombres del frío o cuando el viento levanta las faldas de la ciudad. Mientras hace dos siglos bullía en sus largas calles la Ilustración —que le abrió los ojos para que viera el mundo, hace un siglo tan sólo, los poetas de la Escuela Regionalista se embelesaban mirando a los adentros, cantando al primer poblador y extasiándose en el verde de sus colinas. La Laguna se presta a hilar nostalgias en versos y óleos. Versos de Tabares Bartlett para "el silencio de su fértil llano". Óleos de Alejandro de Ossuna con el Teide al fondo. Una ciudad de arte se encontró Carmelo Vega al inventariar los paisajes de su identidad. Es fácil intuirla internándose en el monte por caminos azarosos. Así la dibujaba, por ejemplo, J. J. Williams. La Laguna es una lámina de Bichebois. No cuesta ningún trabajo imaginarse al guanche moviéndose en esos dominios bucólicos, como añoraban los autores románticos a finales del siglo XIX.

De un modo u otro, el Cristo lo envuelve todo como un mundo de referencias: lo urbano y lo rural, el pasa-do y el futuro de La Laguna. De aquellos poetas es de sobra conocido que uno eligió la síntesis —con tan larga polémica— de su nacionalidad, y la halló en un almendro de Santa María de Gracia. Esa misma reflexión nos conduce ahora, cuando llega septiembre, a un convento franciscano: ¡La patria es el Cristo!