SABES tú quién es mi e Cristo lagunero? ¡No! 'f Es muy fácil de conocer . Vive en un convento que se llama de Las Victorias, ubicado cerca de donde se alzan las montañas de San Roque, las mismas que, el catorce de septiembre, sirven de base para que los cohetes proyecten sus penachos de pólvora hacia el Cielo, dejando, entre nubes blanquecinas y enlutado firmamento, los enfervorizados caprichos multicolores del pirotécnico.
En un retablo argéntico, en el que cada día florecen las promesas de los fieles, vive mi Crucificado. El milagro aflora en su erguida figura, la cual añora la diadema de madera a modo de escudo que tenía sobre su cabeza, ornamento del que se confeccionaron pequeñas cruces que entregaban los religiosos del Convento a las personas devotas, las cuales, a su vez, las daban a enfermos desahuciados que se curaban milagrosamente.
¿No sabes todavía quién es mi Cristo lagunero? Es el Dueño y Señor de la Ciudad de La Laguna. Los brazos que siempre están abiertos sobre la vieja Aguere. El receptor de coplas, deseos, súplicas y promesas de mujeres agradecidas que arrastran sus rodillas por el frío suelo. Y no duele, porque el dolor se eclipsa ante el profundo fervor.
En el mes de septiembre se celebra su fiesta grande. Días en que su Cruz es palio sobre Tenerife. Días de ventorrillo, volador, rifa y turrón. Días de toques de parrandas y cantos de campanas. Días de fe, amor y esperanza. Días de florecer de banderas. Así son las Fiestas del Cristo, venerada Imagen que levanta el alma, lleva paz al corazón y abraza el cuerpo y espíritu con serenidad. Días propicios para que las penas puedas contar:y, aunque veas que no mueve sus labios, el Cristo, sin embargo, te pueda hablar.
Mi Cristo es el de los poetas. El abrir de brazos redentores a todas las angustias y a todos los dolores, de Domingo J. Manrique. Los brazos extendidos bajo el templete que a todos nos bendice y abraza, de Antonio Zerolo. El símbolo del dolor y misterio, de José Hernández Amador. El Tenerife trono de dragos, retamas y brezos que, lleva por los mares, con los dos brazos abiertos, en procesión de milagros, a su Cristo lagunero, de Ramón Cué; el Cristo izado en la Cruz, salvadora bandera en el divino mástil de leños inmortales, de Emeterio Gutiérrez Albelo, y el brillar de los luceros que los ángeles encienden por el Cristo lagunero, de Manuel Verdugo.
Pero mi Crucificado es, además, el de las tradiciones. La cirila, de acharolada y verde estampa, llevando fervor al Santuario todos los viernes del año. Los concursos literarios que hacían florecer coplas como esta: «Si subes a La Laguna/entra en el Cristo a rezar,/para que Dios te perdone/lo que me has hecho llorar». Las novenas solicitando consuelo en sus aflicciones, aliento en el camino de la vida y vivificación en el regazo de padre amoroso para el pueblo lagunero. Las luces misteriosas con las que el Cristo, en 1550, indicó a Sor Almerina que estaba en soledad. La primitiva Cruz de madera que al limpiarla la monja clarisa con zumo de cebolla, como queriendo responder a las lágrimas del tubérculo, lo consuela dejando ver la silueta del Cristo en el seco madero. El incendio de 1810 y el aluvión de 1713 que afectaron al Real Santuario. Las misteriosas letras del perizonium que, según una Sierva de Dios de Santa Clara, dice que «todos resucitaremos y seremos salvos».
Leyendas sobre su llegada y curas milagrosas de enfermos, motivaron que, en 1607, la Justicia y Regimiento instituyeran la fiesta con ordenanza. A partir de entonces, cada año, los arcos y farolillos alegraban la fiesta, corridas de toros le daban emoción, el reparto de pan y cal entre los pobres le conferí amor, las ferias de ganado dejaban patente su defensa del campo y el concurso de mantos proyectaba la belleza de la mujer lagunera. Todo esto, e incluso la tradicional pandorga, es triste recuerdo en nuestras acta les Fiestas del Cristo, mas no así la alegría de la parranda que todavía, al amparo del típico ventorrillo, suele cantar: «Es el Cristo como un niño/y La Laguna su cuna,/la parranda quien mece/y el volador lo perfuma»
Mi Cristo puede ser admirado no sólo por su valor religioso sino por la riqueza histórico-artística que representa. ¿Quieres conocer a mi Cristo lagunero? No preguntes para encontrarlo. Está en el corazón de todos los isleños; aunque no lo amen. Si quieres hallarlo, bastará que cojas una calle cualquier La Laguna, porque todas conducen al viejo convento, en cuyo altar mayor, entre pirámides de velas, se crucifica a una Cruz plata, siempre con su cabeza baja. Quizás porque es muy ,sencillo para mirar hacia las alturas; quizás. A lo mejor sólo de mirar hacia abajo porque es donde están los que necesitan ayuda.
Dicen que mi Cristo es milagrero. Yo sólo sé que a su lado se respira paz, alegría y una felicidad inmensa que lo envuelve todo. Hasta los corazones más rebeldes, si deciden acudir al Santuario. El milagro siempre aflora en el Cristo. Yo no lo he
visto de cerca porque, en verdad, no sé lo que es. ¿Podría ser milagro ese pequeño deseo que uno pide y se hace realidad? Me explico. Sería milagro que cuando una madre enferma y uno pide al Cristo, en voz baja, que no sea grave, que no sea enfermedad mortal, se cumple el deseo. Si eso es, entonces ya sé lo que es el milagro.
Un día acudí a cumplir una promesa. Debía entrar de rodillas por el Santuario. Había mucha gente. La vergüenza me invadió. Iba a comenzar la misa. No me atrevía a irrumpir de rodillas entre los fieles, agradeciendo el favor concedido. Después de pensarlo, decidí que mi Cristo también se merecía, aquella tarde, que oyera misa. En ese instante se fue la luz. Sólo una lámpara de emergencia dejó la iglesia en penumbras. El franciscano, por unos instantes, suspendió la función. Sin vergüenza, entré de rodillas. ¿Sería aquello un aviso de mi Cristo lagunero? ¿Sería ese el milagro que, desde antaño, caracteriza al Crucificado moreno?
No sé si fue milagro. Lo que sé muy bien es que tú debes conocer quién es mi Cristo lagunero. El Crucificado en cuyo cuerpo lleva el moreno de la arena de nuestras playas, en sus ojos el fuego del volcán sobre el que vivimos y sus brazos son los que siempre te darán un abrazo de amor y protección. Yo, que lo conozco, te invito a que sepas quién es mi Cristo lagunero, al cual cantaré y recordaré hasta el día en que me muera. En ese instante, también, sus brazos estarán presentes en mi lecho. Quizas para acompañarme a un lugar donde enseñarme que su cuerpo de pátina, ante mis ojos difuntos, se convierte en carne, a la vez que el mío se transforma en polvo. Este será el último milagro que vea y sienta hacer a mi Cristo lagunero.
En plena agonía, si mi Cristo me dejase cantar, haciendo aflorar a mi garganta los versos de Unamuno, yo le diría: «Ya ves de qué modo me enlazo a tu suerte,/y de qué manera me arrojo a tu herida./Pues si tú me distes al nacer la muerte./al morir me entregas tú también la vida».