Septiembre fue siempre para mí el mes mágico del calendario, el gran mes de mi isla. En torno a él se agrupaban acontecimientos cabalísticos que se van sucediendo hasta culminar en el hito real de las fiestas del Cristo.

El mes debuta con olor a vendimia. La primera vez que percibí aquel olor penetrante y pagano fue en Ravelo, a la caída de la tarde, cuando las mujeres regresaban de las viñas a los lagares, con las seretas llenas de racimos, a los que daban escolta las abejas.

El aroma de las uvas heridas avasallaba el de los brezos y los laureles, y por unas jornadas, el dios Baco reinaba en el ambiente.

El olor de la vendimia se solía propagar por todos los rincones de Tenerife, como si sus pueblos tuvieran a gala airear esa faena bíblica, desde Taganana hasta Vilaflor, hermanados el Norte y el Sur a la hora de renovar las bodegas.

También en septiembre los lagartos renovaban su piel. Yo recuerdo los tizones casi negros y despellejados del valle Tabares, con reflejos azules entre los ojos y el cuello, aprovechando los últimos calores del vera-no, dormitando sobre las lajas, al pie del rastrojo, viviendo, tal vez, los últimos años de la libertad de la abundancia.

A sobrevolar a los lagartos llegaban los cernícalos, iniciando la cacería mortal, mientras en los paseros la miel de los higos llamaba a los pájaros, brindándoles un convite.

Así comenzaba para mí, cada año, el mes de septiembre, cuando las flores adultas ofrecían aromas más apasionados que las flores-niñas de mayo, lo que hacía de septiembre un compendio de realidades maduras y profundas.

En ese marco inconfundible, cuyas características se notaban más si cabe en la ciudad de La Laguna, se iba perdiendo lo que llamara el franciscano Quirós el "benéfico influjo del Santo Crucifijo en toda la isla". En el año 1608, según se desprende de una de las ordenanzas que recopiló, en su día, el historiador Núñez de la Peña, se institucionalizó la fiesta, incluyendo danzas, comedias y luminarias la noche antes:

"La justicia i Regimiento sixeron que cosa savida es la mucha i antigua devoción que en todas estas islas, i en toda España se tiene al Sanctissimo Christo, que está en el. Convento del Señor San Francisco desta ciudad, i se celebra la fiestas en cada año a catorze de septiembre, a la cual concurre mucho número de personas destas islas con gran devoción, por las muchas mercedes que Dios es servido hazemos, por lo bien que se celebra la dicha fiesta, y en las necesidades que esta isla a tenido de falta de salud, i de aguas, i otras muchas patentemente se ha visto iendo a su casa en procesión, i haciendo otros sufragios; y para que estas mercedes merezcan a Dios con más bentaja, mandaron que de aquí adelante para siempre jamás se celebre la dicha fiesta por su día, i haciendose con el maior aparato e idesencia que se pueda, i en cada año se nombren diputados desde áiuntamiento que la hagan i en ello se gaste cinquenta ducados".

Y todo eso permitió que durante casi cuatrocientos años, septiembre y el Cristo de La Laguna caminaran cogidos de la mano por el largo corredor del tiempo. Al Cristo lo fueron inundando de plata, como si la plata representara la suma de tanto amor y tanta fe, y el escenario lo renovaron, cubriéndole las heridas que, sobre la tierra desnuda, iba dejando el paso de los años. Ahora, sin embargo, pese al pavimento y a la fuente circular, la plaza sigue siendo fiel reflejo de lo que fuera en el pasado, sin que un solo rasgo de monumentalidad reste grandeza a ese Cristo solitario cuando la cruza.

Aún recuerdo ver en aquella plaza de antaño, pisando la vieja tierra polvorienta, a tantas y tantas figuras entrañables, unas de la laguna secular, como la de don Quintín Benito y Rodríguez de la Sierra, que acudía, ligeramente encorvado, a hacerle compañía al Cristo, como él mismo solía decir, y otras con personajes ajenos a la isla pero que respondían a la llamada de la nostálgica querencia de la juventud en épocas estudiantiles, como era el caso del canarión Graciliano Morales, hijo del inolvidable poeta Tomás Morales, que en sus visitas a La Laguna buscaba la compañía del buen amigo Pepito Oramas, para hacer vivos los recuerdos de terminar ambos la imagen estremecedora de ese Cristo nuestro, hartos de revivir momentos de la lejana juventud.

Sin ningún género de dudas, septiembre es el mes más significativo del año, el de las noches encendidas, oliendo a pólvora y a cera, donde se inicia la hora crepuscular de los hombres y cuando a estos les apetece más volver la cabeza hacia atrás, para con-templar por última vez lo que se ha perdido.

Es ese septiembre; por lo menos así lo ha sido para mí, lejos o cerca de mi isla, oliendo a vendimia, a flores maduras y, por encima de todo, a Cristo ensangrentado clavado a la cruz. 

LA VÍSPERA

Para nosotros los laguneros, la víspera fue siempre el símbolo de la fiesta. Me refiero, naturalmente, a la víspera de la fiesta mayor; es decir, la del Cristo de La Laguna, en el septiembre luminoso de la isla.

Desde pequeño oí decir que, en septiembre, María, la Virgen, sacaba la escoba y barría los pasillos del cielo, lo que motivaba que ese mes mostrara unos cielos tan limpios y tan claros; tanto que si te ocurría asomarte a la balconada monumental del padre Teide, podías tener a la vista las siete islas grandes y hasta, si me apuras, las otras más pequeñas y más solitarias.

Esas tradiciones fueron pasando de padres a hijos, como ocurre con la víspera del Cristo que, para los laguneros, desde épocas remotas, era de buen tono trasnochar junto al templete, cuando la plaza se asemejaba a un trozo de tierra ardiente, donde los ventorrillos parecían las tiendas de los árabes nómadas, plantadas en pleno desierto, solo que aquellas fantasía la rompían los álamos negros que daban sombra, y abundante, en un costado del coso entrañable.

Lo de la noche del 13 de septiembre viene de muy atrás. Fue, según Buenaventura Bonnet, a raíz de constituirse la Venerable Esclavitud, en el año de 1659, compuesta de treinta y tres caballeros, en honor de los años que Jesucristo estuvo por el mundo. Esos caballeros corrieron con los gastos de la fiesta y, sobre todo, con los célebres refrescos de la víspera.

Esa tradición se prolongó y, es más, a finales del siglo XVII, "se introdujo la costumbre de concurrir las damas de la alta sociedad a la plaza de San Francisco la noche de la víspera del Cristo, cubiertas con graciosos rebocillos, por lo que se les designaba con el nombre de tapadas. Por regla general, eran parientes de los esclavos, distinguiéndose por su elegante porte, finas maneras y costosos trajes y joyas. Su objeto era ver sin ser conocidas y embromar, siviéndoles de pretexto el pedir la feria para ocultar el rostro". 

Con el tiempo, esta costumbre fue degenerando; las damas dejaron de concurrir y fueron sustituidas por otras de clases inferiores, obligando al Cabildo, en septiembre de 1792, a publicar un bando que prohibía las tapadas, que sin embargo continuaron hasta el año 1838, en que se extinguió la costumbre.

Lo que no se pudo extinguir fue la presencia de las familias de La Laguna, en la víspera, celebrando en la plaza su festejo particular, cosa que ha continuado hasta nuestros días Yo recuerdo que en un ayer no muy lejano, la víspera del Cristo tenía un no sé qué sentimental. Allí se instalaban los Cardoleños, con sus ventorrillos, donde se despachaba el no va más de la gastronomía isleña, toda ella a base de cochino y de hierbas aromáticas, lo que hoy, en los altos de La Matanza, doña Candelaria llama, pomposamente, carne fiesta. Los aromas de esa gloriosa carne en adobo barrían la tristeza, si es que alguna vez la hubo, en la víspera del 14 de septiembre.

Aquel acontecimiento se rodeó siempre de un marco íntimo. Nunca figuraron desconocidos en la plaza del Cristo la noche de la víspera. Cuando reinaba la tierra y el polvo, y el templete era como un tosco colgadizo de madera carcomida, los niños se sentaban en el suelo y contaban las estrellas, mientras los mayores, dentro de los ventorrillos, alrededor de las humeantes cocinas de carbón de brezo, esperaban, bebiendo vino de Tacoronte, a que se dorara el más tentado de los armaderos.

Esa noche no solía ser de música en el templete, pero sí sonaban algunos voladores furtivos, presagiando lo que iba a ser el acontecimiento del día siguiente a esa misma hora que, como dirían los actuales cronistas de guerra, podría compararse con la madre de todas las batallas, de tanto estampido y tanto olor a pólvora. En aquel encuentro todos nos conocíamos y nos saludábamos, en un ambiente donde corrían aires familiares. Aires de víspera, solían decir los buenos laguneros, aunque ya hacía mucho tiempo que no se preparaban comedias, fuegos, saraos, torneos y sortijas, un deslumbrante espectáculo que llenaba el pórtico de la fiesta grande de La Laguna.

La víspera del Cristo solía acabar cuando el lucero se asomaba por encima de San Roque. Como nunca fue noche propicia al aquelarre, terminaba como había empezado: la despedida y el regreso a casa, en pequeños y animados grupos, unos por la calle del Agua, otros por la de Los Álamos, y el resto por la calle del Pino.

En la plaza sólo se quedaban los ventorrilleros, haciendo los últimos preparativos, las turroneras, poniendo sus carburos a medio gas, y algunos rezagados de esos que suelen perder la brújula, hartos de vino y de nostalgia.

Y a todas estas, el Cristo esperando en la Catedral, trasnochado y añorando su hogar de paredes encaladas, donde se seguía guardando el calor de su propia intimidad. Así, un año y otro, hasta sumar los años necesarios para presumir de tradición. 

LOS FUEGOS DEL CRISTO

La primera vez que contemplé los fuegos del Cristo fue el 14 de septiembre de 1930. Pese al tiempo transcurrido, me parece que fue ayer cuando mi padre me tomó de la mano y me llevó a contemplar, en directo, el asombroso acontecimiento de los fuegos artificiales, en honor al Cristo de mi ciudad.

Recuerdo que el día amaneció caluroso y que los parientes, venidos de distintos lugares. de la isla, para asistir a la Entrada, se acercaban a la destiladera en busca del bernegal para mitigar la sed, con el agua, pura y transparente que acababa de llegar de Las Mercedes, y a la que el culantrillo le proporcionaba un milagroso frescor.

Al oscurecer, cuando La Laguna era todo un repique ensordecedor de campanas, mi padre se acercó y me dijo: "Si eres valiente, te llevo a ver cómo se enciende el cielo con estrellas artificiales y cómo juegan los colores junto a las nubes, mientras estallan todos los voladores del mundo".

Fue una oferta tentadora para un niño que estaba hambriento de sorpresas. Y dicho y hecho. Cogido de la mano de mi padre, salí al encuentro de la primera gran aventura de mi vida.

Subimos por la calle de Bencomo, hasta las proximidades de la iglesia de la Concepción, mientras el Cristo y un inmenso gentío lo hacían por la calle de La Carrera. Allí nos paramos, junto a la puerta de la casa de don Agustín Cabrera. Y allí clavé mis ojos, fascinado, en la vieja torre, donde, al momento, comenzó la gran parada de los fuegos artificiales que los laguneros, con gritos de entusiasmo y vivas dedicados a Carlitos Padrón, el popular foguetero de la ciudad por aquel entonces, autor de esa obra maestra de la pirotecnia local, recibieron junto al estallido del cohete inicial.

Mi padre me fue explicando que aquello que surgía, a todo lo ancho y lo alto de la torre, provenía de numerosos tubos de grueso calibre que vomitaban fuego plata, mientras en el centro se ponían en movimiento las ruedas dibujadoras de distintos colores. En la cúspide de la torre un volcán escupía materiales aéreos, acompañado de una batería que, simultáneamente, disparaba mariposas, culebrillas y coronas de potente cascada, con remate de encendidas tonalidades. En el momento de finalizar apareció una cascada de lluvia chinesca, cubriendo toda la altura de la torre, mientras una potente corona se elevaba luminosa, como si fuera la firma de aquel taumaturgo dé la pólvora.

Así se había puesto en marcha la noche memorable del 14 de septiembre de 1930. Después, tras recorrer el itinerario tradicional, el Cristo penetró en la vieja plaza, polvorienta y ardiente, para situarse en el centro del desaparecido templete y, desde allí, convertirse en el gran espectador de la fiesta del fuego y la pólvora de Canarias.

Era la famosa Entrada, que ese año envió a las alturas cien mil voladores de estallo y multicolores, después de que cesaron de girar los caballitos, y las madres, como cluecas, ampararon a sus hijos en el regazo, porque el foguetero había disparado una bomba profunda, anunciadora de aquel aquelarre.

El preludio adquirió forma de rueda verde y azul, y junto a la tapia de las Hermanitas de los Pobres unos niños se reían de la rueda que giraba sobre sí misma. En las pupilas de los hombres se reflejó la rueda inofensiva, cada vez más pequeña y más débil, y otras coronillas comenzaron a volar hacia el cielo, al tiempo que los cohetes sentimentales salieron a despedirlas, con lágrimas rojas, como si fueran de sangre.

Después vino un verdadero derroche de fuegos de artificio, en el que abundaron artísticos juegos de colores, imitando agua, colas de pavo real, coronas y coronillas de gran cascada, morteros de fuegos aéreos, torbellinos eléctricos, buscapiés, borrachos del diablo, chinillas, culebrillas de plata, estrellas errantes y granadas. Todo un repertorio para convertir a la noche en luminosa fantasía.

Cuando aquello hubo concluido y un penetrante olor a pólvora se hizo dueño del ambiente, rasgaron el cielo los estampidos de unos truenos, que anunciaban que arriba, en la cadena de colinas próxima a San Roque, se acababan de poner en marcha los fuegos del Risco, el epílogo tradicional de la noche del Cristo.

Mis ojos se agrandaron, mi boca seguía abierta de asombros y mi mano apretó, más si cabe, la mano de mi padre, cuando de las entrañas de aquellas rocas surgió la lluvia de plata y se dibujaron palmeras de oro, rombos naranjas, circunferencias malvas y cuadrados azules, mientras escalaban el cielo toda clase de estrellas fugaces y de aerolitos y, a ras del suelo, una combinación de surtidores crearon la ilusión óptica de un ancho río, plateado y fulgurante, y nuevas coronillas aéreas se abrieron, en cascadas de todos los colores.

Tras estallar el último cohete, para anunciar que el espectáculo había concluido, el redoble seco de un tambor avisó que el Cristo se ponía en marcha para recorrer el trozo que le separaba de las puertas del templo. Las bombillas de la plaza volvieron a cobrar protagonismo, y mi padre y yo buscamos la salida hacia la calles de Los Álamos, en dirección a nuestra casa.

Después de tanta maravilla y de tanto bullicio, unos metros más abajo nos engulló la oscuridad de la noche. Todo aquello ocurrió hace la friolera de sesenta y ocho años, en la primera esquina de mi niñez.

Leocadio Machado