En el principio de La Laguna, fueron los vientos, los silbos de las flechas, los combates, la muerte y la victoria.....
En el espejo de agua quieta de su laguna, se miraban los pájaros asustados antes de emprender el vuelo hacia los altos montes donde el viento zarandeaba los pinos. Y los hombres, recién venidos, admirados de todos los misterios que tanta cosa nueva les deparaba, usaban aquel agua para abrir caminos a las plantas que crecían en las modestas viviendas,—cada casa de La Laguna tenia entonces su jardín o huerta,—que todas las mañanas cantaban el aleluya del milagro de una rosa florecida o de un hermoso fruto maduro ....
Pero el milagro mayor le vino a la nueva ciudad, cuando ángeles o mercaderes, dejaron a la puerta de un convento una imagen del Crucificado. Los cuatro clavos de su cruz, se clavaron fuertes en la vida de La Laguna, marcándole un destino, una dedicación.
¿Quien sería el primer hombre que en la ciudad que estaba construyendo Alonso de Lugo, se pondría de rodillas delante de aquella imagen entonces nueva, reciente?
Pudo ser el mismo Don Alonso, feroz, codicioso, pero hombre al fin que sabía que era más grande de rodillas; o uno de los humildes frailecitos franciscanos. Quizá una mujer que se hacía cruces, viendo a los enviados subir por las escaleras del cielo, hacia arriba, hacia arriba, más allá de Las Mercedes...
La realidad fué que no solo ellos sino todos entonces y todos los laguneros y los que no lo son, desde entonces, centraron en la venerada imagen, el blanco de sus mejores pensamientos, la diana del conocimiento de la propia humildad y del constante pecado, del que se arrepentían delante del Cristo oscuro, retorcido, que de tan medieval como es, busca nuestro retorcimiento en su quieta permanencia de la muerte....
La serenidad de esta muerte, renueva nuestra intranquilidad y nos obliga a pensar en el momento de nuestro fin, de tal modo que nuestros ojos y nuestro corazón se vuelven hacia la figura del Hijo de Dios crucificado en un deseo de seguridad que es arrepentimiento.
Y como la muerte está tan cerca de la alegría, en nuestra manera tan complicada de ver las cosas de este mundo, las gentes de La Laguna, cuando andando el tiempo y la ciudad fué creciendo, haciéndose grande, no solo en extensión sino también en calidades y poderío, esas gentes cuando el Santísimo Cristo les hizo las fuertes llamadas de sus milagros, el del mercader que se asegura con El sus barcos; los enfermos del mal de «puntada», que buscan en El, su médico; las monjas, las inefables monjas de nuestro siglo de oro, mitad damas, mitad esclavas, que ven arder luces misteriosas en la oscura capilla .. cuando El nos ha avisado con todas esas muestras de su afectuosa y justiciera complacencia, entonces esas gentes pensaron en hacer unas fiestas para el Cristo....
Y como siempre y desde 1659 esas celebraciones marcaron con su tradicional fuerza expansiva el caracter de la ciudad....
Como un manojo de fuegos artificiales, llenos efe color, y de estampidos, como un coro de voces que susurran plegarias, como los agudos toques de unas trompetas que avisan alegría...
Y así ya desde más de 300 años y todos los años igual en cuanto a veneración, cariño, respeto... y también en cuanto a ruidos, alegría y bullicio....
Siempre así las Fiestas del Santísimo Cristo de La Laguna....
Pero las velas que arden día y noche ante su altar de plata, las mujeres que van recorriendo ese largo camino de 300 años, con los pies descalzos, o de rodillas, esa larga caravana de gentes (¿cuantos millones Señor, en 300 años?) son la oración más larga y más ancha y más profunda, puesto que son largas, como la cruz, anchas como ella y profunda como sus clavos.....
Y esa es la gloria de La Laguna, la continuidad, la tradición; podrá ser distinto algo, pero el todo es igual, porque ese todo está en lo alto de una cruz, como estuvo en el principio de la historia de nuestra redención y La Laguna está enroscada en la Cruz de su Cristo ahora como entonces.