El Cristo de La Laguna es un faro no sólo porque ilumina la fe de los canarios, sino, también, porque siempre ha evitado que la maldad de los piratas hiciera impacto en barcos cargados de buenos propósitos. Ello hizo proliferar los exvotos al Crucificado moreno y hermosos regalos como la lámpara de plata de Antonio Correa en 1592.
Una de las protecciones más importantes del Cristo relacionadas con el mar, fue la ocurrida en 1598, año en que los tinerfeños se enteraron de que los holandeses se disponían a saquear la Isla por sus atractivas riquezas.
El pueblo lagunero, superando la cifra de cinco mil personas, bajó en aquella ocasión a Santa Cruz, mientras los franciscanos rezaban en el santuario. El triunfo surgió en el momento en que los vecinos utilizaron como estanclarte uno de velos que cubrían al Cristo, ya que un fuerte temporal destrozó la escuadra holandesa que intentaba avanzar hacia el puerto.
Juan de Fresneda no perdió la carga de trigo que llevaba a Lanzarote ante la presencia corsaria, al prometer una escalera en el altar mayor del Cristo, adornada con azulejos. El pirata Naranjo fue vencido por el rezo y los pescadores han tenido mucha suerte porque incluso se acuerdan de la venerada imagen antes de morir: «Si navegando me muero / no dejaría este mundo / sin cantar con gran esmero/al faro del mar profundo / que es mi Cristo lagunero».
Hombres como Fray Luis de Quirós vieron muy claro los caminos de devoción que enciende el Crucificado moreno, reflejándolo en preguntas como la siguiente: «¿A quién no avivará late, levantará la esperanza, encenderá la caridad y moverá la compasión? !Oh Santísimo Cristo, reparador de nuestras vidas, dulzura de nuestras almas, refujio en nuestras calamidadesy trabajos!» Nuestro faro de fe siempre ha iluminado todos los rincones de La Laguna, hasta la más recóndita celda de clausura, como la de la madre San Jerónimo, monja de convento de Santa Catalina que se encargaba del cuidado de dos sábanas con las que anualmente descendían al Cristo.
Pero no todo ha sido una iluminación invisible por tener lugar en las profun-didades del alma donde anida la fe. En otros casos ha sido una realidad admirada por testigos. Sor Almerina vio cómo se iluminó al Crucificado y en las fiestas de 1858 el corneta Donati dejó ver en el cielo el rostro del Cristo con ese pelo plateado del que habla Plinio.
El Cristo ha encendido también la palabra en grandes oradores. En 1947, en la octava de las fiestas mayores de septiem-bre, al ser revestido de pontifical, el nuevo obispo Domingo Pérez Cáceres pidió que nunca volviéramos el rostro a los pobres y dirigió un corto pero profundo mensaje: «Juntos navegaremos por los alborotados mares de la vida y es seguro el arribo de nuestras almas a las playas inmortales de la eterna felicidad».
Así es el Cristo de La Laguna, a quien, en su día grande, siempre se le ilumina el cielo con la pirotecnia, como en aquel año de 1892 en que los cohetes de silbato y de corona fueron una novedad.
En septiembre, la cruz del Cristo es palio sobre la Isla. Días de ventorrillos, turrones, verbenas y procesión en la que la copla se hace rezó y canción: «Amarte, sólo mirarte /pueda Cristo lagunero,/cantarte, después déjarte, /y, como tanto te quiero, /otro día recordarte».