Cristo murió para llevarnos a Dios.
“Cristo murió una vez para siempre por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1Pe. 3,18)
La celebración anual de las fiestas en Honor del Santísimo Cristo de La Laguna nos permite detenernos con mayor atención y devoción en la contemplación de esta magnífica imagen representativa de Cristo crucificado. Este año, posiblemente, la imagen atraerá aún más interés después de su reciente y acertada limpieza. El paso del tiempo había ido ocultando algunos aspectos de su expresividad y belleza original. Ahora han quedado plenamente visibles para disfrute de los amantes del arte y para favorecer una más intensa veneración de los fieles. La mayor cercanía de la imagen del Cristo, al colocarla en su paso procesional, y la posibilidad de verla en la calle a plena luz del día, nos permitirán contemplarla en todo su esplendor espiritual y estético, como ya ocurrió en la pasada Semana Santa.
Durante siglos, el Santísimo Cristo de La Laguna ha estimulado la fe de los fieles. La imagen en sí es portadora del mensaje central del Evangelio: “tanto Dios al mundo que entregó a su propio Hijo, no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (cf. Jn. 3,16-17). Al venerar al Cristo crucificado los fieles reconocen ese amor de Dios, lo agradecen y se acogen a sus beneficios, suplicándole la salud espiritual y corporal, en la seguridad de que Él cura todas nuestras dolencias. “Sus heridas nos han curado”, dice San Pedro en su primera carta, el que experimentó en persona la misericordia y el perdón por parte de Aquel a quien negó conocer.
Cada año, en la misa del día del Cristo (14 septiembre), rezamos el salmo 77. En este salmo respondemos a cada estrofa diciendo: “No olvidéis las acciones del Señor”. Al celebrar las fiestas en honor del Santísimo Cristo de La Laguna, lejos de olvidarnos de las acciones del Señor, lo que hacemos es recordarlas y celebrarlas: “Te adoramos ¡oh Cristo! y te bendecimos, pues por tu Santa Cruz redimiste al mundo”. “Tu cruz adoramos Señor, y tu santa resurrección alabamos y glorificamos, por el madero ha venido la alegría al mundo entero”.
Pero, el mismo salmo nos previene del peligro, siempre latente, de honrar a Cristo con los labios y no de corazón. Así le pasó al pueblo de Israel y así nos puede pasar a nosotros, como rezamos en el mismo salmo:
“Cuando pasaban por dificultades,
lo buscaban, y madrugaban
para volverse hacia Dios;
se acordaban de que Dios era su roca,
el Dios Altísimo su redentor.
Lo adulaban con sus bocas,
pero sus lenguas mentían:
su corazón no era sincero con Él,
ni eran fieles a sus mandatos”.
Es decir, se acordaban de Dios en tiempos de dificultad, pero el culto que le rendían estaba vacío porque no acompañaban sus actos de culto con la sincera conversión del corazón a Dios y, en lugar de obedecer sus mandamientos, seguían actuando según sus antojos. Era como si pretendieran engañar a Dios (a ver si nos libra de nuestras angustias a cambio de adularle dándole un culto externo), pidiéndole que les ayude a seguir haciendo lo que ellos quieren, sin ni siquiera plantearse que la dificultades que sufren son consecuencia de su desobediencia a los mandatos del Señor. Así se producía el absurdo de “el culto a Dios” por un lado y “la vida de cada día” por otro.
Este modo superficial de vivir la fe, en realidad, es una forma de “ateísmo práctico” que, lamentablemente, también se da en nuestro tiempo. En palabras del Concilio Vaticano II, cometen un grave error quienes piensan que la vida religiosa se reduce meramente a ciertos actos de culto y afirma que “la separación entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (GS 43).
A nadie se le oculta que “vivimos tiempos de crisis”. Económica, sí. Pero, sobre todo, es una crisis de valores que tiene sus efectos negativos en la vida económica, pero también en el modo de hacer la política, en la familia, en la educación, en las relaciones sociales, en los medios de comunicación… Los valores espirituales y morales como la fe en Dios, el amor, la oración, la honradez, la gratuidad, la justicia, el esfuerzo y dominio de sí mismo, el espíritu de sacrificio, la generosidad, la solidaridad, la esperanza, la bondad… hace ya tiempo que cotizan a la baja, también entre quienes nos llamamos cristianos. Sin estos valores “los seres humanos son menos humanos” y los cristianos no hacemos honor a lo que este nombre significa. Una vez más se están cumpliendo aquellas palabras proféticas del Papa Pablo VI: “El hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero al fin y al cabo, sin Dios no puede menos que organizarla contra el hombre”.
Pero, la misericordia del Señor dura por siempre y, ante esta desgraciada situación, “Él, en cambio, sentía lástima, perdonaba la culpa y no los destruía: una y otra vez reprimió su cólera, y no despertaba todo su furor” (Salmo 77). Esta misericordia de Dios alcanzó su culmen cuando “en la plenitud de los tiempos Dios envió a su Hijo nacido de una mujer” (Gal. 4,4), “no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn. 3,17). Por eso, con las palabras del pregón de la Vigilia Pascual, con admiración proclamamos: “¡Que asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para salvar al esclavo entregaste al Hijo!”.
En Cristo crucificado, en nuestra imagen del Santísimo Cristo de La Laguna, se nos hace visible que el amor de Dios no tiene fin y que, aunque seamos infieles, Él permanece siempre fiel. “Cristo murió una vez para siempre por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1Pe. 3,18). Por eso, podemos volvernos confiadamente hacia Él, con un corazón sincero, en la seguridad de que siempre nos espera con los brazos abiertos.
En Jornada Mundial de la Juventud de Madrid, durante el Vía-crucis, dijo el Papa Benedicto XVI: “El Padre quiso amar a los hombres en el abrazo de su Hijo crucificado por amor. La cruz en su forma y significado representa ese amor del Padre y de Cristo a los hombres. En ella reconocemos el icono del amor supremo, en donde aprendemos a amar lo que Dios ama y como Él lo hace: esta es la Buena Noticia que devuelve la esperanza al mundo”.
“Volveos hacia mí para salvaros, confines de la tierra, pues yo soy Dios y no hay otro” (Is. 45, 22), decía Dios a su pueblo Israel y nos repite a nosotros hoy. Ojalá que al contemplar al Santísimo Cristo de La Laguna sintamos el eco de estas palabras y, recordando “las acciones del Señor” y conmovidos por su amor por nosotros, como el hijo pródigo de la parábola, entrando en nosotros mismos, recapacitemos reconociendo nuestro alejamiento de Dios y tomemos una firme resolución: “me levantaré y volveré a mi padre”.
† Bernardo Álvarez Afonso
Obispo Nivariense