“Al Cristo de la Laguna mis penas le conté yo, sus labios no se movieron y sin embargo me habló”.

De nuevo, coincidiendo con la celebración de la “Exaltación de la Santa Cruz”, estamos invitados a celebrar la “Fiesta en Honor del Santísimo Cristo de La Laguna”. Sí. “El Cristo de La Laguna”, una imagen de Cristo Crucificado que toma el nombre de la Ciudad porque durante siglos ha acompañado la vida de sus habitantes y en gran medida ha marcado su historia. Una imagen que goza de gran y constante veneración a lo largo de todo el año en el, así llamado, Santuario del Cristo, bajo la custodia de los Padres Franciscanos y de los fieles laicos de la “Pontificia, Real y Venerable Esclavitud”, que este año cumple 350 años de su fundación. Una veneración que alcanza su máxima expresión pública en Semana Santa y en estas fiestas de septiembre.

Son miles de personas las que cada año se acercan a contemplar la imagen del Cristo de La Laguna y ante Él hacen sus plegarias de ofrecimiento, de petición y de acción de gracias. ¡Cuántas oraciones a lo largo de los siglos! ¡Cuántas promesas y ofrendas, que también son oración! ¡Cuánta gratitud por los favores recibidos! Y también, cuántas palabras de Cristo dirigidas al corazón de los fieles, invitándoles se seguirle a Él que es el Camino, la Verdad y la Vida. Cuántas llamadas de Cristo invitándonos a abandonar el pecado y a vivir la vida nueva que El nos propone cumpliendo sus mandamientos. Sus palabras en la Última Cena con los apóstoles resuenan permanentemente: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn. 14,15). ¡Cuántas conversiones y renovación de la vida ha suscitado el Cristo de la Laguna!

Pero también, todo hay que decirlo, cuánta superficialidad e indiferencia, cuanta dureza de corazón que ni siquiera la contemplación del Cristo de La Laguna ha logrado ablandar. A cuántos, a mí el primero, nos tiene que amonestar el Señor una y otra vez: “No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21). En este mismo sentido, hay un conocido texto, colocado a los pies de un crucificado flamenco de 1632, que un autor anónimo pone en labios de Cristo y que es un auténtico lamento del Señor por nuestra indiferencia ante Él:

Yo soy la luz, y no me miráis.

Yo soy el camino, y no me seguís.

Yo soy la verdad, y no me creéis.

Yo soy la vida, y no me buscáis.

Yo soy el Señor, y no me obedecéis.

Yo soy vuestro Dios, y no me rezáis.

Yo soy vuestro mejor amigo, y no me amáis.

Si soy infelices, no me culpéis.

Sí. Cristo nos habla hoy. “El Cristo de La Laguna” no es la representación de un personaje del pasado, ni es la imagen de un Cristo inerte y mudo. El crucificado lagunero, como tantas otras imágenes de Cristo, nos remite siempre a Cristo en persona, el Hijo de Dios, Aquél que resucitó y está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo y que, como al apóstol Juan, nos dice: “No temas, soy yo, el Primero y el Último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos” (Apoc. 1,18).

Con gran sabiduría, en la copla popular, cantamos:

Sí, a Cristo no sólo le hablamos nosotros. El, desde la Cruz, también nos habla. Y lo hace, no sólo con aquellas “siete palabras” que escuchamos y meditamos, con tanta fe y recogimiento, acompañando al Santísimo Cristo en la madrugada de cada Viernes Santo. El nos habla con todas las palabras del Evangelio, unas palabras que estamos llamados a poner en práctica para ser verdaderos cristianos: “El que recibe mis mandamientos y los obedece, ése demuestra que de veras me ama” (Jn. 14,21). Igual que nosotros le miramos a El y le hablamos, El también nos mira a nosotros y nos habla: “Vosotros sois mis discípulos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn. 15,14).

Si de verdad queremos hacer una “Fiesta en Honor del Santísimo Cristo de La Laguna” tenemos que unir la fe y la vida. “La fe sin obras está muerta”, nos enseña el apóstol Santiago. La coherencia entre las celebraciones religiosas y la vida de quienes participan en ellas es un problema constante en todas las religiones. Lo fue en la historia de Israel y lo sigue siendo en la historia de la Iglesia. Sí. La gran perversión de toda manifestación externa de la religión es aquella hipocresía que, como ya había hecho los profetas del Antiguo Testamento, denunció el propio Jesucristo, cuando dijo a sus contemporáneos: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Mt. 15,8). La autenticidad de las liturgias, de los cultos, de los rituales,… no consiste sólo en hacerlos bien, con la máxima belleza y esplendor sino, también, hacerlos con todo corazón y llevando una vida coherente con la voluntad de Aquel a quien rendimos culto.

La Fiesta de “Exaltación de la Santa Cruz”, que tiene lugar cada año el 14 de septiembre, fue instituida para celebrar la recuperación de la Santa Cruz, la misma en la que fue crucificado Jesucristo, obtenida en el año 614 por el emperador Heraclio, quien la logró rescatar de los persas que se la habían robado de Jerusalén.

Cuenta la tradición que, al llegar de nuevo la Santa Cruz a Jerusalén, el emperador dispuso acompañarla en solemne procesión, pero vestido con todos los lujosos ornamentos reales, y de pronto se dio cuenta de que no se podía mover y era incapaz de avanzar. Entonces el Arzobispo de Jerusalén, Zacarías, le dijo: “Es que todo ese lujo de vestidos que lleva, están en desacuerdo con el aspecto humilde y doloroso de Cristo, cuando iba cargando la cruz por estas calles”. Entonces el emperador se despojó de su manto de lujo y de su corona de oro y, descalzo, empezó a recorrer así las calles y pudo seguir en la piadosa procesión.

Esta bella historia encierra una importante enseñanza que debemos aprovechar. Seguramente el emperador Heraclio, con buena intención, quiso participar en aquella procesión con sus mejores galas pensando que la ocasión lo merecía y que así honraba mejor “la Santa Cruz” recién recuperada. Sin embargo no puede dar ni un paso. ¿Cuál era el problema? No era cuestión de ropajes, sino de actitud del corazón. Dios, que conoce lo que hay en los corazones, le hizo “una señal” al emperador y, por medio del arzobispo, le invitó a humillarse ante la Cruz de Cristo. El emperador cambió su actitud y así pudo dar culto a Dios, no sólo con su presencia sino con su corazón.

Este testimonio de la tradición nos enseña que, si queremos de verdad hacer una fiesta “en honor” a Cristo crucificado, tenemos que deponer cualquier actitud de soberbia, ostentación o vanidad. “Dios resiste a los soberbios y acoge a los humildes” nos enseña la Virgen María.

† Bernardo Álvarez Afonso

         Obispo Nivariense