Si algún recuerdo de mi niñez ha quedado grabado en mi alma de forma imborrable, ese es el recuerdo de la hermosa, emocionante y mágica noche de Reyes, noche de ilusión y de sueños como broche final a unos días que se iniciaban en el mes de diciembre, cuando la flor de pascua engalana nuestros caminos anunciando la inminente llegada de la Navidad.

En la víspera de Reyes, fui llamado al Palacio Episcopal por Nuestro Obispo, para nombrarme Pregonero de la Semana Santa del 2010 de San Cristóbal de La Laguna a propuesta del Comité Ejecutivo de la Junta de Hermandades y Cofradías.

Me sentí entre sorprendido, agradecido, honrado y porque no decirlo orgulloso de poder estar hoy aquí y con la presencia de todos ustedes que son los que en definitiva realzan este acto. Estuve en un principio tentado de decir que no, convencido de no ser capaz de reflejar con palabras mis sentimientos hacia la Semana Santa. Pero luego me dije que cuando en lo que se hace se pone corazón, no se debe tener miedo…, ¡y cariño, os aseguro, he puesto tanto! Pero sobre todo lo que más me une a la Semana Santa es la condición de Cofrade al igual que los miembros de mi Familia, mi mujer y mis dos hijas pertenecemos a la Cofradía de La Flagelación.

Ser pregonero de la Semana Santa, es una gran responsabilidad y un aviso para la propia modestia, pero al mismo tiempo permite satisfacer un sueño: exponer, sacar de nuestro interior un cúmulo de sensaciones, vivencias y nostalgias que uno, muchas veces, siente la necesidad de compartir.   

Sé que no me acompañan los valores académicos suficientes para hacer un pregón de bella narrativa y brillante oratoria, ojalá poseyera yo la facilidad y riqueza de palabra suficiente para expresar todos los recuerdos, añoranzas, alabanzas y deseos que en relación con nuestras tradiciones de Semana Santa se me vienen ahora mismo a la memoria.

De todas maneras, trataré de no defraudar a nadie, aunque sólo sea a base de empeño y buena voluntad por vuestra parte y por la mía, pero no menos cierto es que, en Semana Santa, cada Paso, cada esquina, cada sombra de esta bendita ciudad, es un impacto sensorial que exalta y conmueva profundamente mi corazón.

Ayudado de esta motivación y sabiendo que iba a tener tan cerca de mí a nuestras Monjas Claras en su Monasterio de San Juan Bautista (Convento Santa Clara), que sé que habéis rezado por mi lo inimaginable, fueron razones suficientes para escribir este humilde Pregón que espero sea preludio de hermandad, capaz de despertar sentimientos dormidos, de tocar fibras sensibles y olvidadas y convertir nuestros corazones que laten al unísono con nuestras queridas y amadísimas Monjas Claras. Como decía Santa Clara:

“Mirando siempre tu punto de partida, conserva lo que ya tienes, lo que haces hazlo bien sin jamás pararte; con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen tus pies, recorre la senda de la felicidad”

Cuando se recibe un encargo como el que he tratado de cumplir con todos ustedes, los recuerdos y las personas se agolpan inevitablemente en la cabeza, se repasa toda una vida y uno piensa, en primer lugar, en la madre y el padre, que le están escuchando desde un balcón de la Gloria, con los que en un tiempo lejano formaba una familia en la que aprendió a conocer y querer a nuestra ciudad y a sus hermandades, y recuerda el año que aprendió a leer y su Padre ya no podía decirle que ese día no quedaban más cofradías que ver, para poder llevarlo a casa.

Uno piensa en la Mujer con la que un día se comprometió a compartirlo todo a los pies del Señor; en las hijas, que son lo mejor que le ha pasado en la vida, piensa en la familia y en los amigos, que llevan los mismos meses de tensa espera, escribiendo con su aliento y su oración. Pero más allá de todos ellos, este pregón está dedicado a los hombres y mujeres anónimos que nunca subirán a un atril, ni formarán juntas de gobierno, ni serán cofrades ejemplares, ni pasarán a la Historia por nada, pero llevan siglos escribiendo la página de devoción y cariño más hermosa de esta ciudad.

Señor, yo nunca sabré decirte cosas hermosas, yo sólo sé quererte y seguirte, y con eso y nada más que con eso, hoy me puse delante de  San Cristóbal de La Laguna para pregonar Tu Semana Santa.

De lo único que puedo hacer alarde y presunción es de mi cariño a La Laguna; de mi amor a sus costumbres, tradiciones y leyendas, que constituyen su esencia; de este amor y de este cariño, casi religioso, que siempre tuvieron lugar preferente en  mis sentimientos e ideas.

Cuando hablo de la Semana Santa, pierdo la ecuanimidad y doy rienda suelta a la mas desbordada de las sensaciones: una profunda pasión por todo lo que ella significa en mi vida.

Todo esto que es lo que me impide la posibilidad de hacer abstracción y analizar y categorizar algo que esta tan dentro de mí como la Semana Santa; a pesar de lo cual tengo que afirmar, que no importan las dificultades cuando se parte del sentimiento, y desde ahí, y desde mí forma de ser, intentare elogiarla, elogio autentico y sincero anclado en mis más hondas raíces y animar a los presentes a participar en su celebración.

Y ahora, con el permiso de todos ustedes me vais a permitir que comparta con una persona a la que le gustaría estar presente en este acto como al que más. Una persona que, por circunstancias de la vida, (o mejor dicho, por circunstancias de la muerte), hace ya unos años que no se encuentra entre nosotros. Una persona de cuya mano yo empecé, siendo todavía un niño, a conocer, a vivir y a querer la Semana Santa, mi Padre.

Hace ya  años que no sabemos el uno del otro; años que no nos podemos comunicar. Pero hoy, convencido de que la ocasión merece la pena, me he decidido ha dirigirme a ti. La ocasión lo merece, y es que me han hecho el inmenso honor de Pregonar en San Cristóbal de La Laguna nuestra Semana Santa. Porque quiero que seas el primero en enterarte de las cosas que pienso contar en este pregón.

En la Muy Noble, Leal, Fiel y de Ilustre Historia Ciudad de San Cristóbal de La Laguna. “Es mucha historia señores, la historia de La Laguna” con la llegada del equinoccio de primavera, la rememoración de la dolorosa Pasión de Cristo no es una simple tradición, sino una auténtica manifestación de fe. Pesan los días, son momentos lentos, que se pueden tocar en el espíritu, de nuestro ánimo sobrecogido, serio en los sentimientos, de algo inminente que va a ocurrir, que va a comenzar a suceder dentro de nosotros. Todo va cambiando como si se tratara de un velo echado que de un momento a otro, al descorrerse, nos va a hacer partícipes, integrándonos, en la Semana Santa de la vieja Aguere. Es el ir y venir de las gentes, en la voces entrecruzadas, en nuestra mirada queriendo abarcarlo todo, surge algo que nos dice y nos ilustra que la Semana Santa se inicia. Todo está preparado, todo está a punto, porque ajenos a nuestros pasos va a producirse con la repetición tradicional los más variados aconteceres de una semana única. Porque por muchas circunstancias será siempre única y sólo se verá reproducida, constante y repetida, fiel a la cita, una vez al año.

Es Semana Santa y por las ciudades y pueblos de España avanzan las procesiones entre cirios encendidos y acompasado son de tambores. Es Semana Santa y cada cofradía saca solemnemente a sus Cristos dolientes o yacentes, a sus Vírgenes dolorosas y enlutadas.

Semana Santa y “paso a paso, caminando, bajo el peso de la cruz, paso a paso hacia el Calvario va Jesús”.

Porque Semana Santa es sencillamente una forma de recordar y revivir los momentos culminantes de la vida de Jesús de Nazaret recorriendo el camino que le llevó a la Cruz para llegar después hasta la Luz: su Resurrección.

Por las calles del mundo pasan a diario anónimas procesiones de hombres que cargan con su cruz y arrastran su pena y su dolor sin encontrar una mano amiga que, a modo de Cirineo, les eche una mano para aliviarle el peso de tanta injusticia, tanta indiferencia y tanta marginación. Y sucede que, al igual que hacemos durante la Semana Santa, nos gusta más ser espectadores que penitentes, somos más egoístas que solidarios.

Y Jesús de Nazaret sigue hoy vivo –y doliente- en cada hombre que vive entre sufrimiento y dolor.

En una calle cualquiera
me he encontrado con Jesús:
yo iba pensando en  mis cosas,
El cargaba con la cruz.

Me pidió ayuda al mirarle, 
yo la cabeza volví
queriendo hacerle pensar
que no le reconocí.

Seguir o recordar la Semana Santa ha de servir para saber que la Historia se repite. Y que hacen falta redentores a la vez que sobran oportunistas; que escasea gente que eche una mano y abundan los mirones.

Por temor a dar la cara
No quise ser Cirineo:

 Me venció la cobardía, 
Me sentí esclavo del miedo.

 Por temor a dar  la cara
Le di la espalda a Jesús:

 Yo seguí con mi egoísmo,
El prosiguió con su cruz.

Las gubias de nuestros imagineros, Antonio Orbarán, José Rodríguez de la Oliva y más tarde, Fernando Estévez, Luján Pérez, Ezequiel de León, nos muestran imágenes llenas de dolor y ternura en las dolorosas, cuyas lágrimas brillan y nos caen y pesan sobre nuestras dudas y angustias de cada día, que humanos somos…

Y las del Cristo, el Señor de la Cañita, el Señor de la Columna, el de la Humildad y Paciencia, Santo Entierro, venidas de Flandes, de la Escuela Sevillana o de Castilla, sangrantes y laceradas por la tortura de la Pasión a la que fueron sometidos, nos sirven para reflexionar y adentrarnos en nuestros propios problemas, serenamente, con Amor, por que de Amor y de Fe se trata de que vivamos intensamente estos días de Semana Santa.

Y al lado del Cristo doliente, la Virgen. Bajo diversas denominaciones, pero siempre la misma, con un aldabonazo en el corazón de la gente en busca de sensibilidad y solidaridad:

La Virgen de los Dolores,

la Virgen de la Piedad,

la Virgen de la Amargura,

la Virgen de las Angustias

y la de la Soledad:

todas una misma Virgen

y un idéntico penar;

la misma Virgen, nuestra Madre que llora

por toda la Humanidad.

Es Semana Santa y al final del dolor está la alegría de la Pascua de Resurrección. Y la vida sigue. Pero nunca debiera seguir igual si la Semana Santa nos lleva a pensar un poco en su verdadero sentido.     

Semana de Pasión de dolor y muerte, en los desfiles procesionales en donde el silencio, se hace oración y, las miradas llevan consigo, la angustia de una plegaria que sale de lo más hondo del alma, hacia el Cristo de La Laguna, en una madrugada fría, iluminada por una luna llena, que alarga las sombras y que acude, cada año  a contemplar al Crucificado de cara morena y alargada, símbolo de la fe de todos y cada uno de los que llenan la plaza del Cristo y le siguen entre rezos y olor a cera, calle abajo, camino de los Conventos e Iglesias donde se alzan los Monumentos, máxima expresión de arte y buen gusto, unido a la riqueza de los ornamentos expuestos o la simple sencillez de luminarias y el aroma de las retamas blancas que se extiende sobre la multitud silenciosa.

El Cristo de La Laguna se ha transformado con el tiempo en un muro de las lamentaciones. Hasta Él llegan cada viernes a cumplir sus promesas y a pedir, dejando papeles con nombres, enfermos, intenciones, sueños incumplidos y amores imposibles. Como si al Señor le hiciera falta el papel cuando nuestros nombres los lleva escritos en la palma de su mano, y los laguneros lo queremos lo que no está en lo escritos.
  
Sólo Él consuela, lo saben sus vecinos, sus devotos, sus esclavos.

No se ha ido de este mundo para desentenderse de nuestras penas, no se ha escondido ni tapado sus ojos.

El Cristo de La Laguna está en los corazones de todo aquel que le reza, de todo aquel que le mira, de esas mujeres con velas que lo siguen cada año para cumplir sus promesas.

Y Él está con los que sufren, con los que tienen tristeza, con los que están agobiados y también con los que enferman, y en todo el que le acompaña.

Pasan la vida y los hombres. Pasan las horas, los días, los meses, las primaveras, y Él seguirá en su Santuario,  llevando en su Cruz nuestros pecados a cuestas.

Ya  hemos dejado atrás los Conventos de las Claras, el de las Catalinas y, hemos dirigido una mirada a través de la reja, hacia la urna de Sor María de Jesús, La Siervita, en su reposo centenario y un escalofrió nos recorre el cuerpo y lo sentimos hondamente, como un presagio de misterio y milagros que la llevarán a los altares.

Fe pura y sencilla
Esperanza firme
Abrasada caridad
Humildad profunda
Paciencia heroica con amor al padecer

Ya el redoble del tambor rompe el silencio y una vez más contemplamos las paredes de Santo Domingo, donde un castellano de gran estirpe dejó plasmado todo su Arte y su Amor por La Laguna, don Mariano de Cossío, de entrañable recuerdo, que vive eternamente entre nosotros, como viven los Misterios del Rosario entre los ocres y oros de las figuras que pueblan el gran retablo entre nubes de incienso, de personajes que allí han quedado para la inmortalidad.  Oímos  la “Matraca” con su disonante matraquear.

Calle de la Carrera arriba, marcha la procesión, ya la gente habla y el silencio ya no es tanto, tal vez, porque unas copas de “misturado” hacen su efecto, tomadas en los alrededores de la Recova y para hacer entrar en calor nuestras ateridas manos.

Los sones del “Adiós a la Vida”, como es tradición, inundan la calle y las tinieblas se rompen dejando pasar las primeras luces del alba de un viernes singular, ya somos más, porque llegan aquellos que la cama retuvo.

Cada paso de la Magna Procesión es como una cinta recordatoria de lo que hemos vivido a lo largo de los últimos días de recogimiento y oración, es un toque a la indiferencia, al desamor al prójimo, al olvido de todas las miserias humanas, al hambre y a la injusticia de este mundo demencial que nos ha tocado vivir y hacer penitencia y propósitos de entregarnos a la ayuda del menesteroso, del que a gritos nos pide que seamos más humanos.      

Procesión del Silencio, es una procesión seria, importante. Una procesión distinta, hasta en el itinerario; entre tinieblas, solo se oyen pasos y rezos y la débil y parpadeante luz de los cirios, el Cristo yacente camino de la tumba que la piedra ha de tapar para que se produzca el Misterio de la Resurrección. Cristo ha resucitado, El es el Camino, Es la Vida y las campanas catedralicias anuncian la buena nueva, sus sones ruedan sobre los tejados de nuestra Aguere y se extienden por la Vega lagunera, nace la vida de nuevo, hagamos el propósito de ser mejores con todo cuanto nos rodea, que la lección de esta Semana Santa no se pierda por  nunca jamás.

Los niños, grandes protagonistas en estos días, conforman junto a las grandes celebraciones, una de las estampas más hermosas de la Semana Santa. Absortos y con los ojos abiertos de par en par van descubriendo poco a poco la belleza de la tradición que celebra su ciudad. Pequeñitos, caben en cualquier rincón y ocupan los balcones sentados, con las piernas por fuera, encogidos a los pies de sus padres, en sus brazos o a hombros, el sitio ideal, aquel desde el que mejor se ve la cara del Cristo o de la Virgen, siempre desde la inocencia. Preguntan hasta la saciedad.

Yo a una edad temprana, incierta, olvidada, paseaba por las calles de la vieja Aguere, calles frías, húmedas, calles de invierno perdidas en mi diminuta memoria de colegial. No iba solo, me acompañaban mis Padres. A esa edad nunca se va solo, eres demasiado pequeño para entender la esencia escondida de muchas cosas. Pero puedo ver, oír, puedo ser niño y mirar curioso a mí alrededor.

Y veo. Los puedo ver: dos filas de capuchinos con velas encendidas; me dan miedo. En el preciso instante en que pasan enfrente de mí, se detienen. El pelo de los brazos, de las piernas, de la cabeza se me eriza desmesuradamente. La boca  abierta, cara de niño. Miro a los misteriosos hombres con traje de Nazareno. Y me pregunto, ¿quiénes son esas personas?, ¿por qué están ahí?, ¿por qué van en procesión?

Pregunto, “Papá ¿quiénes son esos hombres de capirote? Son los miembros de la Cofradía, me responde. Y oigo. Oigo con la total atención que me deparan mis oídos un vago y lejano eco de tambores, soñando algún día ser parte de la banda.

Inmediatamente que termina de pasar la procesión, me coge de la mano y andamos dirección a casa. Sin darme cuenta ha anochecido. Todavía se oyen los vagos rumores de tambor que poco a poco se apagan. Decido girarme para verlos por última vez. Y los veo casi imperceptibles al mezclarse con la oscuridad nocturna, pero rodeados de un tenue resplandor. Sigo mirándolos. Y digo “papá, yo quiero ser un Capuchino”.

Lejos de perjuicios, dan el valor de sencillez a todo lo que pasa ante sus Ojos. El futuro de la tradición está en sus manos.

Siempre vienen recuerdos infantiles porque es en esas edades creativas y sugerentes cuando se nos marcan los porqués de las cosas, los sentimientos, los dolores y las alegrías. Y es de ese bello instante del que nos quedaron jirones en el alma y forzosamente nos late el dolor de los más íntimos recuerdos. La escuela, los amigos compartidos, las procesiones portadas a hombros por callejones empedrados, que ahora se nos antojan inexistentes, como de un lejano sueño aprehendido de no se sabe qué cuentos narrados en antiguos libros de fantasías.

Un nuevo año, seguramente diferente para muchos, amanece abril con la Semana Santa. La diferencia puede estar en las siempre tristes ausencias pero, sobre todo, en la inexorable ausencia de la infancia propia, cada año más lejana, que se quedó con todos los gratos recuerdos  y el sabor tristón de las procesiones de aquellos años del pantalón corto.

Con el comienzo de la Semana Santa, se renueva una ilusión. Y también aparecen otras nuevas. ¿Cuantos niños saldrán hoy por vez primera? ¿Cuantas veces se repetirá la misma estampa ingenua? La misma alegría de sus padres, la misma sorpresa del niño, que solo aprenderá a valorar la verdad de este día cuando pase el tiempo, cuando los años le hayan llevado por otros vericuetos de la vida.

Niños de la Entrada de Jesús en Jerusalén, que llegarán a la Santa Iglesia Catedral entre revuelo de palomas, mientras otros niños corretean y juegan en la plaza. También habrá otros mayores, que vestirán por primera vez el hábito de cofrade.

Las Madres se aprestan a vestir a sus hijos, les remangan los pantalones, les ponen la túnica, sitúan bien la capa y ciñen el cíngulo. Tienen las palmas de las manos frías, húmedas. Y la boca, seca. Están muy nerviosos. Ya en la puerta de la calle, las madres los bendicen signándoles la frente, se bajan el capirote y comienzan a andar. Van flotando, entran en otro mundo, tan real como mágico. Al niño nazareno le acompaña desde la salida del templo su madre, esperando que no 
ocurra nada. Después, hasta que el cuerpo aguante, y suele aguantar más 
que el de los padres. Pronto, el niño pedirá a la madre que no le acompañe. Es la primera vez que se sienten cofrades de La Laguna.

Las madres son ante todo madres. Y las madres quieren siempre lo mejor para sus hijos. Por pedir que no quede. Es la tendencia natural de cualquier madre, lo mejor para sus hijos.

Dice el Señor:

“Quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor; y quien de vosotros quiera ser el primero que sea vuestro esclavo”

Es cierto: no sólo en el Domingo de Ramos se sale por vez primera. Cualquier día de la Semana Santa, en cualquier Parroquia, más cerca ó más lejos de la Santa Iglesia Catedral, se presentarán nuevos cofrades, y cuando hayan entrado en su templo, ya de vuelta, empezarán a acumular sensaciones que ahora no valorarán, pero que el tiempo les devolverá rabadas con nostalgia.

Todo cofrade esta condenado a acordarse de otros tiempos. Y todos los años están condenados a convertirse en pasado. Es la penitencia de la memoria, la mayor de todas, el dejar de vivir lo que se ha vivido. Por eso, junto a las ilusiones, hay dolores. ¿Cuántos sentirán la tristeza de la primera vez que han dejado de salir de cofrades? ¿Cuántos se arrepentirán de no haber ido a su procesión, un año mas? Y si no acudieron por la edad, por la distancia, por la enfermedad, o por el alejamiento de su hermandad, ¿quién podría hurgar en los pensamientos de cada uno para saber de sus íntimas añoranzas?

La primera salida se nos imprime en el alma. Y soñamos con repetirla todos los años.

Cuántos habrán sido los Cofrades que al pasar por las calles laguneras, con el rostro cubierto, en la fila con la vela o dirigiendo el Trono, se les haya encogido el corazón sintiendo aún más, si cabe, la falta de ese familiar o amigo que, año tras año, nos ayudaba a prepararnos, a colocarnos el capirote, el cíngulo, la medalla… Es en ese momento cuando lanzas una mirada hacia el lugar donde habitualmente participaba en los cultos, en la procesión, en las juntas y notas su ausencia, ausencia que te hace encoger hasta el punto de querer abandonar la marcha y regresar a casa, pero que a la vez te hace seguir hacia delante pensando que eso es lo que realmente hubiera deseado.

Cumplir con tu deber de Cofrade, alentando, fomentando y esforzándonos por actualizar el espíritu religioso, y contribuir así, con tu pequeña aportación, a seguir escribiendo una historia que, eso sí, permanece indeleble con el paso de los años.

Hay muchas formas de entender la Semana Santa. Hay una Semana Santa que se disfruta, y otra que se nos fue y nos duele en el corazón. Es el dolor de las cosas perdidas, la añoranza de un tiempo en el que tocamos la felicidad con la punta de los dedos y sentimos caducidad de las cosas terrenas, incluso cuando se asemejan a la eternidad. A ese padre, a ese ser querido, a ese amigo que ya no está vestido de cofrade, lo recordaremos siempre cuando llegue la Semana Santa y la memoria tome el camino más corto para herirnos.

Sólo le pido a Dios
Que el dolor no me sea indiferente,
Que la reseca muerte no me encuentre
Sin haber hecho lo suficiente

Amar es conocer. No se ama lo que no se conoce. La Laguna ama la Pasión, por que conoce toda la Grandeza Divina de Jesús.

Todos tenemos nuestras fotos preferidas de las personas a las que queremos. Escogemos ésta u otra foto porque a cada uno nos dice algo especial, nos muestra un aspecto singular de esa persona o tal vez nos recuerda un momento único que no queremos olvidar. Del mismo modo, nuestras imágenes titulares son algo especial. Tenemos su reproducción en casa, llevamos su estampa en la cartera o en el bolso, tal vez ya arrugada o descolorida, visitamos con frecuencia su altar y, cuando rezamos, inevitablemente nos viene a la memoria su recuerdo, que no cambiaríamos por ninguna otra. Son las cosas del querer. Como todo lo que brota del corazón, no sabemos explicarlo, pero sabemos que estas imágenes nos “dicen algo”, nos hacen salir de nosotros mismos y nos ponen en comunicación con “las cosas de Dios”. Es una “veneración respetuosa” no una adoración. Ocupan un lugar muy importante en 
nuestra vida y nuestra fe.

Honrado ya el Pregonero con la responsabilidad de este Pregón. Cada año cuando se acerca la Semana Santa, colocamos al Señor de la Columna en su Trono.

Congregados varios cofrades, damos al momento la dulzura inefable y la tensión compacta de lo íntimo. Queda la figura alta, pero cerca. Me siento apóstol y amigo, esa palabra que a Cristo tanto le gustaba emplear. Veo a Cristo en la proximidad inmediata que en el cenáculo disfrutaron los elegidos.

Limpiamos al Señor con un pañuelo blanco, con amoroso cuidado y nos extraña que al pasar y repasar por el rostro de Cristo el pañuelo, no sale manchado de sangre.

En silencio y atentos, atamos sus manos con el cíngulo y ceñimos su cabeza con el soleo, el Señor de la Columna cobra una nueva vida. La sangre redentora brota de nuevo en sus heridas; las moraduras de los golpes sufridos se hacen, por lo real, dolorosas. La expresión de nuestras caras va lentamente contrayéndose de emoción, son unos segundos en que pienso: vamos a rezar o a llorar; aquellos labios tenían que decir algo y lo dijeron, son el diálogo íntimo entre Cristo y su amigo; humildemente agacho la cabeza y deposito un beso en las manos del Cristo y, conteniendo la emoción, por un momento aprendemos de Cristo esta tremenda lección de amor, en su carne magullada y rota. Y pienso: La Laguna vibra de amor en su Semana Santa, porque esta acostumbrada a ver a Cristo, por dentro y por fuera, Él nos lo dio todo.

Dicen que no has muerto. Que solo duermes enseñándonos Amor. Que para los cofrades eres amparo, ejemplo y reflexión. Que das clase a la humanidad de dulzura, de paz y comprensión. Que eres hacha de cera que ilumina y hasta la muerte le quitas su rigor. Que tienes a La Laguna cautiva y a toda su Semana Santa en oración. Por eso, dicen que no has muerto que sólo duermes enseñándonos Amor.

Mientras cae la tarde, sobre tu capirote, y mientras tus pie caminan lentamente sobre el asfalto has vuelto a preguntarte qué haces ahí, desfilando en silencio ante una ciudad que te mira sin verte y a la que oyes hablar a tu vera como si no existieses, como si esas figuras negras y misteriosas que componen la hilera fuesen fantasmas sin ojos ni oídos, como si todo estuviese ocurriendo en un raro escenario vacío de espectros que caminan ante un público ensimismado y paciente.

Nunca has tenido una respuesta exacta a esa cuestión que sin embargo jamás te planteas antes de vestirte la túnica que guardas todo el año en el fondo de algún arcón del alma. Conservas la fe que te enseñaron.

Singular acierto el de la sabiduría popular al adscribir el nombre de una ciudad, Nazaret, al encapuchado penitente, cofrade. El Nazareno va viviendo su parte de pasión dentro de aquel concepto de solidaridad con Cristo. Avanza en silencio porque la penitencia no necesita reclamos, y va lentamente, con el andar propio del nazareno que a nada se parece, porque importa que la Pasión dure, que nos empapemos a fondo de su misterio. Silencio, lentitud, anonimato, penitencia, ofrendas que todas las primaveras se renuevan para Dios.

Y sin embargo estás ahí, de nuevo alzado sobre la planta de tus pies, y al caminar digno y solemne entre los tuyos sientes que estás donde tienes que estar, fundido con el paisaje que más quiere, formando parte de una liturgia que por nada del mundo querrías que fuese de otro modo ni cambiarías por otra cosa, por otro sitio, por otro instante.

Nada ni nadie te sacaría de ahí, de ese lento cortejo de sombras, de esa fila silente y ensimismada que atraviesa despacio una ciudad suspendida en la luz de la tarde. Nada ni nadie podría ofrecerte ahora la intensa soledad de este momento lánguido en el que el tiempo parece detenerse delante de tu propio ser, en el que las horas pasan, en el que sólo tienes que dejarte flotar a merced de las olas de tus recuerdos.

Sabes que nunca lo vas a comprender del todo, que volverás a hacerte las mismas preguntas sin respuesta, y también sabes que acudirás de nuevo a la llamada inapelable del tiempo y la memoria. Quizá algún día lo aceptes: estás ahí porque sabes que en ningún otro sitio, en ningún otro instante podrías sentirte como ahora parte de tu ser, de tu gente, de tu ciudad.

Ven conmigo, lagunero, que hoy otra vez es Cuaresma; Dios me ha dicho que le siga cumpliendo una penitencia.

Hace unos años la celebración de la Semana Santa se realizaba de una manera muy sencilla: El Domingo de Ramos se celebraba la Misa de las Palmas a la que acudía todo el pueblo endomingado y estrenando ropa “El Domingo de Ramos, el que no estrena…”, ya lo dice el refrán.

Para ese día, la fisonomía de las calles iba cambiando lentamente: Había que limpiar a conciencia, sacar todos los rincones, dar bajeras…La cal iba desalojando poco a poco las tinajas de los patios y, a golpe de escobillón, se iba adhiriendo a muros y paredes dejando las fachadas siempre limpias, con el albor y la luz que caracterizan a nuestra tierra.

Sé que los zócalos actuales quitan mucho trabajo a las sufridas amas de casa pero, ¡ay!, echo de menos aquellas paredes blancas con las rayitas de color separando acerado y pared y que precisaban del pulso propio de un buen delineante. Y no acaba aquí el trajín; en cada casa se preparaban los dulces tradicionales para el momento: torrijas (rebanadas), arroz con leche, buñuelos… Había que preparar también el menú del Jueves y Viernes Santo, días en los que no se cocinaba: Para el Jueves, arvejas compuestas. Para el Viernes en ninguna casa faltaba el potaje de vigilia y el bacalao compuesto.

Es el de Ramos, el domingo más celebrado por los niños y en mayor o menor grado, todos conservamos recuerdos entrañables de él. Se espera con ansia este domingo, umbral de la Gran Semana para todos los cristianos y especialmente para los que sentimos que algo se mueve en nuestro interior: una inquietud y un afán pensando que ha llegado el momento de la verdad, de la gran Verdad de nuestra fe. Cristo va a padecer por nosotros; va a ser ultrajado, humillado, apaleado…Va a morir. Pero resucitará, y en su Resurrección nosotros seremos salvados.

Desde el Miércoles de Ceniza y durante toda la Cuaresma el ambiente se va caldeando. En todas las hermandades y cofradías reina un ambiente de ardor inusitado. Es la hora de preparar los cultos, las convivencias, las tallas, las bandas…Tantas y tantas cosas que desembocarán en la meta y objetivo final.

¡Cuánto trabajo, qué gran esfuerzo supone “poner el santo en la calle”! Pero ahí están los hermanos arrimando el hombro y trabajando para que el desfile procesional de cada año supere con creces al del anterior. Y cada uno aportando su granito de arena hasta conseguir que la Semana Santa haya llegado al lugar destacado que ocupa en la actualidad. Para nosotros, en nuestro corazón, es la primera. De cara al exterior y estableciendo comparaciones podemos sentirnos sanamente orgullosos de ella.

Porque la Semana Santa es en primer lugar, y esto no podemos olvidarlo, una manifestación religiosa en la cual celebramos, ante los ojos de nuestra fe, la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, Hijo de Dios.

Y tampoco podemos olvidar que esta forma de concebir la religiosidad, aún siendo complementaria de la práctica oficial de la Iglesia Católica, es casi unánime en nuestra tierra, y que no se contrapone en absoluto con ninguno de los preceptos que el Señor transmitió al hombre.

Hecha esta reflexión que, tarde o temprano surge en las inquietudes de cualquier cofrade, me gustaría animar a todos a intentar recuperar algunos de los aspectos más tradicionales de nuestra Semana Santa que han desaparecido o se encuentran en trance de hacerlo; porque las tradiciones son las señas de identidad de un pueblo y si se pierden, éste pierde su personalidad y su carácter.
 
Otra bien distinta es la Semana Santa de hoy, la que nos toca vivir en este momento. Entre aquella Semana Santa de la niñez y esta otra de hoy, veo grandes diferencias. Y no solo porque haya cambiado mi óptica de niño por una forma adulta de ver las cosas, sino porque los tiempos cambian.

Pero hay diferencias si las miramos desde el punto de vista cofrade, de la Semana Santa en la calle, de las procesiones, de las costumbres. Porque desde el punto de vista religioso, desde el interior de cada uno, no hay diferencias. Para un cristiano la Semana Santa de hace treinta años tiene el mismo significado, la misma liturgia, el mismo mensaje que puede tener hoy y el que tendrá cuando pasen otros treinta años. La fe en Cristo, la enseñanza y el ejemplo que nos dio con su vida y muerte entre nosotros hace dos mil años, la esperanza en que su Resurrección será también la nuestra y que la Gloria prometida alcanzará algún día a la Humanidad, eso no ha cambiado y no va a cambiar nunca. No va a haber tendencias culturales, cambios sociales o grandes acontecimientos históricos que lo vayan a poder modificar.  
  
La Semana Santa de hoy se sustenta en un modelo de sociedad totalmente distinto. Un modelo de sociedad en los que los valores de siempre, el respeto, el orden, la moral, la religiosidad, deben encontrar el sitio y el equilibrio necesario para que no los veamos incompatibles y si consustanciales con los valores como la libertad, la igualdad entre las gentes y los pueblos, la tolerancia, la solidaridad, valores éstos que son señas de identidad de una sociedad moderna.

Aquella Semana Santa de mi niñez se sustentaba en un modelo de sociedad con unos sólidos cimientos. Había un orden establecido, una jerarquía de valores, de clases, de roles, que hacía impensable que pudiera modificarse algo, y se hacía fácil conservar un año tras otro lo que era tradición, lo que era costumbre. La religiosidad estaba muy arraigada en la sociedad y la Semana Santa era la celebración en que más se dejaba notar esa religiosidad del pueblo en la calle. Eran tiempos difíciles, había muchas necesidades, no había muchos recursos. Y la Semana Santa, como la vida misma, transcurría un año y otro en la más absoluta de las normalidades.

La vida de Jesucristo entre nosotros es un ejemplo sublime vía confirmación de que se pueden cultivar todos esos valores, los de aquel modelo de sociedad y los de ésta. Y en su doctrina nos manda que así lo hagamos. Él supo apelar al respeto con el mismo rigor que al cariño, llamaba al discípulo al orden en la misma forma en que les otorgaba libertad, fue tolerante a la vez que firme, dejó hablar y escuchó con la misma paciencia y bondad a los que pensaban igual que Él que a los que creían lo contrario, se puso al lado del débil de la misma forma que no despreciaba al fuerte, supo ser conservador a la vez.

Una sociedad que se precie de ser cristiana no puede por más que entender ese mensaje de Jesús y aplicar su mandamiento, tiene que entender que el respeto no es incompatible con el afecto, que la libertad no lo es con la obligación, que el orden no lo es con la igualdad, y que todos lo valores podemos y debernos cultivarlos al mismo tiempo, como lo hizo Él. Y en una celebración cristiana como la Semana Santa no podemos dejar de entender y aplicar este mensaje.

Al abrirse las puertas de la Santa Iglesia Catedral, volverá a removerse la devoción de toda una ciudad. Nuestro Titular está en la calle. Cuánta grandeza para ti, que tienes como Sagrado Titular al Alma de toda una ciudad, a nuestro Sentimiento, a nuestro Cristo, a nuestra Virgen. Cuánto orgullo para ti, hermano, cofrade y esclavo del Cristo que llevas sobre tus hombros a quienes todos quisiéramos llevar, a quien miles de personas, aquí y en lugares lejos de aquí, levantan en andas todos los días del año.

El Cofrade debe sentirse y saberse un esforzado de la Fe, un mensajero de la Esperanza, un instaurador de la Caridad.

Así que, he decidido crear una nueva cofradía, que llene de fervor, de ilusión y de espíritu religioso.

Lo primero que hay que elegir son los pasos del Señor y de la Virgen. Son los que darán nombre a esta nueva Hermandad y marcarán el espíritu religioso de la misma.

Mi Cristo, que irá solo en el paso, permanecerá de pie, su rostro lleno de dramatismo, de veracidad, de dolor, de devoción, y encima de Él, solo el cielo.

La dulce presencia del Cristo del Hombre Solo que comienza a impartir su suprema lección de amor y de paz por las calles de La Laguna, empieza a sentirse un impresionante silencio, el silencio de esta ciudad que sabe cuándo tiene que escuchar con atención, rodea su paso. Este silencio es a la vez un clamor que sólo puede oírse con el corazón, cuando las almas de tantos hermanos están depositadas a los pies de nuestro Cristo.

Ya ves, Señor; guerras, luchas, odios, divisiones, injusticias, enfrentamientos, lamentos, protestas, quejas, crisis, tensiones, malas caras, piques, peleas, intolerancias, conflictos, celos, envidias, nervios, destemplanzas, tristezas, manías, angustias, malos humores…Ya está bien.

El respeto, el silencio, el dolor, la poesía, el amor y todas las cualidades que tienen los ángeles, también la tienen los hombres y mujeres de esta Laguna unidos como pueblo.

Por eso, mi Cristo del Hombre Solo, debe pasear por nuestras calles para presenciar el milagro de que aquí, y solo aquí, también será el Cristo de los hombres juntos.

¿Y el paso de la Virgen? Ahí no tengo duda. Mi Virgen será la de la Sonrisa y del Buen Humor. ¡No, no se escandalicen ustedes! Ya sé que estamos en días de dolor, pero también son momentos de reflexión, de preguntas íntimas y de búsqueda de repuestas.

Mi Virgen, nueva en La Laguna, deberá reflejar en su rostro la cualidad más importante de una madre: la comprensión. Porque sus ojos van a ver hombres cuajados de limitaciones, llenos de dudas, inmersos en un ambiente materialista, tentados por el egoísmo y con el deseo, tímido e inconfesado de llegar a ser mejores.

Tomaré en serio y responsablemente las cosas, pero no quiero confundir seriedad con tristeza, acritud o mal humor.

El ser humano vale más que el conflicto; el trato humanitario, más que la rigidez; el espíritu, más que la letra; las personas más que las costumbres; la caridad, más que los carismas; el buen humor, más que la acidez. El orden y la justicia no están reñidos con el amor, la sonrisa y el buen humor. El humor y la sonrisa son un modo de comulgar con los hermanos. La benevolencia en el juicio, el espíritu de reconciliación, el diálogo, son armas eficaces de distensión en toda lucha y conflicto.

La Hermandad del Cristo del Hombre Solo y de Nuestra Señora de la Sonrisa y del Buen Humor tendrá pocos lujos. Es nueva, no tiene recursos, estamos en tiempo de crisis y, además, para qué nos vamos a engañar, le gusta la austeridad. Los hermanos irán de blanco, ensalzando el valor de la inocencia, el espíritu de la cofradía será abrirnos a los demás para que vean lo poco que somos y las muchas ganas que tenemos que nos quieran.

El Cristo llevará la Unidad de Música Militar y la Virgen la Banda Sinfónica “La Fe” cuya trayectoria, con sus dificultades y sus éxitos, son parte de esta ciudad día a día. Sin duda que el tañido acompasado de su música conseguirá llenar los huecos del sentimiento en donde mi palabra sea incapaz de penetrar, rindiendo honores a las cosas del espíritu y llenando el aire de marchas alegres; son formas de rezar, mi procesión será una permanente oración de gloria.

En definitiva, el Cristo del Hombre Solo y la Santísima Virgen de la Sonrisa y del Buen Humor vendrán a traer la paz, la buena nueva, la vida, a todos los hombres. No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres. No sólo a los sabios, ni sólo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos todos, pues somos hijos de un mismo Padre Dios.

No hay más que un estilo cofrade, el estilo cristiano, el sumar y multiplicar. No hay más que un color de túnica, el color de seguidor de Jesús de Nazaret. Y no hay más que una lengua, la que sirve para alabar a Dios y respetar al hermano con sus limitaciones y virtudes para “Amaos unos a otros como yo os he amado” y no que nos armemos los unos contra los otros.

Y, en la parte que les corresponde, son las hermandades y las cofradías las que deben hacerlo. Las Hermandades y Cofradías, los hermanos y los cofrades, debemos estar por encima de políticas, de ideologías, de clases sociales. El trabajo del hermano cofrade ha de mirarse en el espejo de Jesús; tiene que parecerse a Él e imitar su ejemplo: la sencillez, la humildad, el sacrificio, el esfuerzo y el trabajo abnegado sin esperar nada a cambio.

Y esto es lo que le da sentido y grandeza a nuestra Semana Santa. Esto es lo que hace que nuestra fiesta cristiana haya sobrevivido a los cambios profundos que se han producido en las estructuras de los estados y de los pueblos.

En esa época de transformaciones me tocó incorporarme activamente a la Semana Santa, como a tantos de los que me estáis escuchando. Eran también tiempos difíciles, porque empezaban a cambiar muchas cosas, y todo cambio conlleva un trauma. Nuestras convicciones más fuertes se tambaleaban y no teníamos claro lo que queríamos ser. La juventud pedía a gritos respirar otros aires y nuestros mayores se escandalizaban del rumbo que empezaban a tomar las cosas.

Y la Semana Santa, como la sociedad misma, también se tambaleaba. Desaparecían costumbres y tradiciones que habían sido la esencia misma de nuestra Semana Santa.

Nuestra Semana Santa actual respira aires de juventud, pero nunca la juventud va a pretender acaparar el protagonismo. Porque la Semana Santa pertenece a todos, porque el presente es también de los que ya no son tan jóvenes, porque el presente está arraigado en el pasado, hunde sus raíces en él, y hay que vivirlo sabiendo guardar celosamente nuestra historia, como se guarda un tesoro artístico, cargado de tradición, cargado de significado. Tenemos que reclamar para nuestros mayores su derecho a recordar aquellos momentos difíciles, muy difíciles, en los que no tenían las comodidades que nosotros tenemos ahora. Y debemos revivirlos con ellos, compartir sus recuerdos, recuperar sus tradiciones más nobles, porque no hay nada más bonito para un joven que le hablen de lo que fue su pueblo, de lo que fue su Semana Santa, de la misma manera que no hay nada que ennoblezca más a un cofrade que saber escuchar los consejos de un viejo cofrade.

Las Procesiones en Semana Santa se pueden ver de dos maneras: una, representativa, imitativa, un tanto sofisticada, visible, nostálgica; otra, menos visible, pero muy real. Esas imágenes de Cristo doliente, con su belleza plástica; impresionantes; algunas, importantes obras de arte, fruto del ingenio de grandes artistas, en las que se expresan y plasman los profundos sentimientos de Cristo en los momentos más solemnes de su vida; evocan en nosotros “recuerdos”, provocan y suscitan “sentimientos, “ternura”, un escalofrío recorre el alma, sacude la sensibilidad. Al contemplarlas experimentamos profunda “emoción”; nos hacen “sentir”; “tocan” nuestros sentimientos profundos. Que bueno, que urgente, qué necesario es esto, en estos tiempos de dureza y deshumanización, de agresividad y asperezas; “sentir internamente”, estremecerse, afectarse.

Qué necesario, qué bueno es esto, ahora que nada emociona, ahora que las lágrimas ya no se estilan y los sentimientos se ahogan y la ternura se confunde con flaqueza y debilidad. Tener sentimientos ahora que no se valora el sentimiento sino el rendimiento. Humanizarnos, para humanizar. Humanizar las relaciones laborales, profesionales, familiares, los servicios, la convivencia, humanizar la vida, humanizar la muerte.

A muchos se le está secando el corazón, y no saben amar, son incapaces de amar.

Nuestra Semana Santa es un conjunto de celebraciones litúrgicas, de expresiones populares de devoción, de procesiones y desfiles penitenciales de Cofradías, que encierran una riqueza humana, social y religiosa, una belleza espiritual difícil de medir.

Con las procesiones los Cofrades expresamos externamente los sentimientos religiosos vividos en la profundidad del alma, en el interior del corazón. La belleza es valiosa por si misma. Pero, en nuestras procesiones, sirve de cauce y de vehículo a la fe.  Y conviene que cada uno de los cofrades nos preguntemos como podemos acoger la palabra de vida que Dios nos dirige mientras preparamos el trono, mientras rezamos a nuestros Sagrados Titulares y mientras procesionamos, con tanto sacrificio y devoción, por nuestras calles laguneras. Y también, como podemos hacer que el sentido de lo que realizamos llegue a cuantos nos contemplan y mueva sus corazones a fe y conversión. Pues las procesiones alcanzan su sentido más autentico y genuino cuando generan sed de Dios, hambre de solidaridad, capacidad de sacrificio por el otro, paciencia ante las cruces graves de la vida y firme esperanza.

Para anunciar a los hombres que Dios nos ama, que Jesucristo vive, y que en Él tenemos nuestra salvación. Como discípulos de Jesucristo difundamos entre todos los hombres el amor fraterno, el respeto a la dignidad de la persona humana, la fidelidad a la propia conciencia, la libertad de los hijos de Dios, el diálogo constructivo y la esperanza.

Estamos a las puertas de una nueva Semana Santa. El Domingo de Ramos nos señala el principio del fin. Un principio triunfal como Hombre para llegar al más sublime de los finales como el Hijo de Dios.

Cristo Resucitado. Y en medio el sufrimiento, el Calvario, la Pasión.

Dentro de unos días es Semana Santa: escuchando el primer tañer de los tambores de nuestras bandas que salen a la calle caemos en la cuenta de que hace ya algunos días que uno advierte en sí mismo y en los demás una manera distinta de actuar, una forma diferente de ver las cosas, un sentimiento distinto, sentimientos que cada año por esta época nos impregnamos un poquito de Jesucristo, que consciente o inconscientemente nos volvemos más humildes más receptivos, más comprensivos, más misericordes; mostramos más predisposición a dar y recibir el Amor que Cristo nos dio, que El quiere que demos. El mensaje de Jesús cala los sentimientos del pueblo cristiano, encuentra abono en su corazón. Es la Semana Santa en el interior de cada uno.

Semana Santa en la Iglesia, Semana Santa en la calle, Semana Santa en el interior de cada uno. Tres dimensiones de nuestra celebración cristiana, tres dimensiones paralelas, inseparables en la concepción, en la imagen de un buen cofrade.

 

Juan Antonio Pérez Gómez