¡Cuánto dolor! Desde la noticia que nos golpeó en la tarde de ayer al encontrar el cuerpo de Olivia, una de las hijas de Beatriz, no hemos podido contener los lamentos y llantos de amargura; Beatriz, la madre, pero también hoy todos, lloramos a su hija.
Al manifestar el dolor y pesar de la diócesis y, a su vez, la condena de este crimen, recordamos aquel texto del profeta Jeremías dirigiéndose a los israelitas en exilio para consolarlos, con palabras llenas de emoción: «Así habla el Señor: ¡Escuchad! En Ramá se oyen lamentos, llantos de amargura: es Raquel que llora a sus hijos no quiere ser consolada, porque ya no existen» (Jer 31,15).
Este rechazo inicial del consuelo en el texto – explicó el Papa en una catequesis – expresa la profundidad de nuestro dolor y la amargura de nuestro llanto. Ante la tragedia de la pérdida de su hija, una madre no puede aceptar palabras o gestos de consuelo, que pudieran ser inadecuados, nunca capaces de aliviar el dolor de una herida que no puede y no quiere cicatrizar. Un dolor proporcional al amor.
Este sufrimiento “encierra en sí el dolor de todas las madres del mundo, de todo tiempo, y las lágrimas de todo ser humano que llora pérdidas irreparables”.
Para hablar de esperanza, se necesita compartir la desesperación; para enjugar una lágrima del rostro de quien sufre, es necesario unir a su llanto el nuestro. Solo así, nuestras palabras podrán dar un poco de esperanza.
El crimen que nos ha conmovido hace necesario redoblar el trabajo para erradicar la violencia, la lucha contra esa violencia doblemente atroz, si cabe, como es la violencia vicaria.
El papa Francisco, en una Audiencia general de hace algunos años compartía cuando le preguntaron: “Padre: ¿Por qué sufren los niños?”, de verdad, yo no sé qué responder. Solamente digo: “Mira el Crucifijo: Dios nos ha dado a su Hijo, Él ha sufrido, y tal vez ahí encontrarás una respuesta. Pero respuestas en nuestra cabeza, no tenemos. Solo si miramos el amor con que Dios da a su Hijo que ofrece su vida por nosotros, se puede indicar algún camino de consuelo”. Y por eso decimos que el Hijo de Dios ha entrado en el dolor de las personas, lo ha compartido y ha recibido la muerte; su Palabra es definitivamente palabra de consuelo, porque nace del llanto.
Y en la cruz estará Él, el Hijo moribundo -prosigue el Papa- que dará una nueva fecundidad a su madre, confiándole al discípulo Juan y convirtiéndola en madre del pueblo de los creyentes. La muerte es derrotada y se cumple así la profecía de Jeremías. También las lágrimas de María, como las de Raquel, como las de Beatriz, y en ellas la de todos nosotros, han generado esperanza y nueva vida.
Que las lágrimas sean nuestra oración y compromiso para hacer posible aquel nunca más, ni una más.